La supervisión y su valor para el psicoterapeuta

Por Mariana Castillo López

La formación en psicoterapia  psicoanalítica se alimenta de varias fuentes. Se sustenta, por un lado, de la enseñanza teórica en el aula, de la cual se obtienen las bases necesarias para poder adquirir una visión profunda y compleja acerca de los diversos conflictos y funcionamientos que constituyen a los pacientes. Por otro lado, se nutre del análisis como experiencia subjetiva e individual que enseña en carne propia el valor y los alcances del método psicoanalítico, además de ofrecer al psicoterapeuta la oportunidad de conocer sus propios conflictos para así discriminar entre lo que le pertenece a este y lo que pertenece al paciente. La tercera fuente es la supervisión, que consiste en hacerse acompañar por otro y quien proporcionará una mirada alterna y complementaria al trabajo que realiza el analista en su consultorio.

Más allá de ser un requisito a cumplir, la supervisión adquiere una importancia invaluable debido a que la labor psicoanalítica no se puede hacer en solitario; se necesita acompañamiento de un tercero que logre discriminar aspectos que para el analista quedarían como puntos ciegos.  No olvidemos que el método se aprende de a poco en la experiencia en el consultorio, donde nos encontramos uno a uno con el paciente y a la cual se añade este otro espacio en el que se vuelve a pensar lo ocurrido en el intercambio paciente-analista. Esto da la oportunidad de mirar y detectar cosas que en el calor de la sesión pudieron influir o pasarse por alto.

Es un error pensar que la supervisión es solo para los psicoterapeutas en formación, quienes dependen de una orientación y, muchas veces, de la contención de las ansiedades inherentes al inicio de la práctica. En realidad, la experiencia muestra que el espacio de supervisión es algo necesario para la práctica independientemente de los años de experiencia que tenga el analista, pues su propio inconsciente entra en juego.

Donald Meltzer, analista comprometido y sensible, dedicó mucho tiempo y esfuerzo a la labor de supervisión en diferentes grupos de estudio y dejó como herencia numerosas publicaciones en las que se muestra el valor de poder contar con una mirada externa que nos oriente en el trabajo con los pacientes.

En una entrevista de 1999, realizada en la intimidad de la casa de Meltzer en Oxford, Inglaterra, Mirta Berman y Roberto Oelsner le pidieron su opinión acerca de la supervisión. El autor comentó que esta debe de ir más allá de lo teórico para convertirse en un espacio de intercambio, en una especie de diálogo sincero donde hay dos mentes pensando acerca de los conflictos no solo del paciente, sino de la relación entre este y su analista, la cual es única, pues está coloreada por la transferencia y la contratransferencia. Meltzer insistió en distinguir el espacio de supervisión de la enseñanza teórica. Desde esta perspectiva el supervisor es alguien que, con humildad y sinceridad, puede detectar y comunicar al analista una visión de la relación que se establece con el paciente. Para él, la contratransferencia es una herramienta muy fina que permite detectar la respuesta emocional y encontrar el lenguaje para expresarla.

Por su parte, Virginia R. Ungar, presidente de la A.P.I, supervisó con Hanna Segal y Betty Joseph y, con base en su experiencia, piensa que los espacios de intercambio entre los analistas y sus supervisores permiten detectar y transformar elementos que durante la sesión no lograron ser elaborados por el analista. Propone que la supervisión permite al analista revivir de forma tranquila sus experiencias emocionales con el paciente, por lo que constituye una oportunidad para pasar de la turbulencia emocional de algunos aspectos de la sesión hacia una transformación creativa. En este sentido la tarea del supervisor consiste en prestar su mente para “rastrear, contener, y poner de manifiesto el impacto de las ansiedades inconscientes que el analista pueda o no haber conseguido detectar y pensar durante la sesión” (Ungar 2003).

En conclusión, la supervisión parte de la necesaria disciplina personal del psicoanalista. No olvidemos que también nos construimos a través de identificaciones y tomamos de un supervisor comprometido el rigor del método, así como la pasión de la práctica, por lo que se vuelve imprescindible en nuestro trabajo. Ahora bien, lo anterior no es exclusivo de la supervisión personal, ya que las supervisiones colectivas ofrecen valiosos espacios de intercambio entre colegas; sin embargo, la supervisión individual implica una modalidad distinta que ofrece una oportunidad única para el crecimiento y la maduración profesional y se convierte, así, en uno de los elementos básicos para la práctica clínica.

Referencias

Berman, O. Mirta, Oelsner, O. (1999). Psicoanálisis APdeBA, XXI (1/2), pp.9-18.

Ungar, V. Brusch de Ahumada, L. (2003). Libro anual de psicoanálisis, XVII, pp. 131-140.

 

 

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