Un relato sobre la envidia

Por Raquel Vega

En el amplio espectro de emociones que alberga la mente humana, una de las que más me ha impactado a lo largo de mi formación es la envidia. La psicoanalista inglesa Melanie Klein (1957/2009) define la envidia como el sentimiento de agresión contra otra persona que posee algo deseable, y el impulso envidioso como aquel mediante el cual se busca quitar o dañar aquello bueno del otro. Considera a la envidia como una expresión de impulsos destructivos orales y anales en su polo sádico y sostiene que opera desde el comienzo de la vida.

El objeto de la envidia de un bebé es el pecho bueno, es decir, las cualidades bondadosas y amorosas de la madre o de los cuidadores en una primera instancia, que después teñirán las diversas relaciones significativas de la persona.  El bebé piensa que el pecho posee todo aquello que él desea, que tiene una capacidad infinita de amor, de cuidado y de producir leche; también piensa que el pecho tiene la cualidad egoísta y mezquina de guardarse todos estos grandes tesoros para sí mismo y, por eso, se le odia, se le envidia y se le ataca.

Otro punto importante es que el pecho es objeto de envidia, ya sea que posea la capacidad de producir leche en abundancia, o que no produzca ni una gota. Por un lado, si el pecho gratifica al bebé con alimento, amor y cuidados, la envidia despertará en él, debido a que siente que ese pecho y sus cualidades son inalcanzables. Por otro lado, si el pecho no produce ni alimento ni cuidados, la envidia se origina porque se piensa que el pecho ha guardado todo lo bueno para sí. “En suma, el pecho, por el solo hecho de ser pecho, e independientemente de su eficiencia o insuficiencia, es objeto de envidia” (Álvarez, 2012, pp. 393).

El envidioso piensa a la persona envidiada como poseedora de lo que, en el fondo, es lo más preciado y deseado. La envidia es el origen de una gran desdicha, y aunque, en realidad, nadie está exento de sentirla, lo importante es lograr sobreponernos a esta emoción, es decir, no quedarnos en el sentimiento envidioso, buscando cómo destruir a nuestro objeto de envidia, sino reconociéndolo y agradeciéndole lo que nos haya dado, en la medida que haya sido.

A continuación, me gustaría relatar mi propia experiencia en el trabajo analítico con una paciente, a quien considero una persona con altos montos de envidia que deterioraron su vida en todos los sentidos. Estuvo conmigo en tratamiento alrededor de un año, pero lo que aprendí con ella en el trabajo analítico y la supervisión fue muy valioso.

Elisa era una mujer de aproximadamente cincuenta años y lo que la llevó a consulta fue la ruptura de una relación de pareja. Sin embargo, también admitió sentir que, para la edad que tenía, no había logrado nada. Y en efecto, su vida se vio detenida en muchos aspectos. No tenía un trabajo estable, por lo que económicamente tampoco había progresado. Estudió una carrera relacionada con las artes hasta los treinta años, pero fue casi hasta los cincuenta que comenzó a trabajar vendiendo artesanías que ella elaboraba, sin mucho éxito. Todas sus relaciones de pareja habían sido bastante tormentosas y no tenía, en realidad, algún vínculo cercano, de intimidad o gratificante, ni de pareja, ni familiar.

Atacaba constantemente a sus padres fallecidos; los tachaba de inútiles y egoístas, y constantemente utilizaba groserías degradantes para referirse a ellos. También retrataba a sus hermanos como egoístas y aprovechados, casi como una especie de enemigos. A pesar de que sus papás la mantuvieron hasta que hizo la universidad, y de que por casi veinte años la dejaron vivir en un departamento que les pertenecía, sin cobrarle ningún tipo de renta, Elisa no parecía albergar dentro de sí algún sentimiento de gratitud.

Recuerdo que, a veces, una amiga suya muy cercana se salvaba un poco de la devaluación. Sin embargo, cuando decía algo bueno de ella, inmediatamente proseguía a describirla como una persona que creía que el mundo la debía tratar como una reina por tener una buena posición económica. Elisa aseguraba no tratarla de forma especial, ya que su amiga tenía dinero, pero en realidad no había hecho nada para ganárselo.

En particular, recuerdo dos relatos de su infancia que me hacen pensar en los ataques envidiosos. En uno de ellos, ella contaba, muy amargamente, que en su casa nunca había comida, para después decir: “Bueno, sí había mucha comida ahí, en el refrigerador o en la alacena, pero mi mamá nunca me preparaba nada”. Una mamá que se encontraba trabajando para poder darle esa comida. Reflexiono aquí sobre la idea de cómo el envidioso piensa que el pecho se guarda toda la abundancia para sí mismo y no la quiere compartir.

En el segundo relato, contaba que, cuando era niña, su mamá le hacía un “licuado con huevo espantoso, según para alimentar. Entonces yo lo tiraba a la basura y llegaba con un dolor de cabeza terrible porque no había desayunado”. En este recuerdo, podemos observar la definición de envidia: el no poder tolerar lo bueno que da el otro y destruirlo, sin importar que eso haga daño a uno mismo.

Elisa era una paciente que solía rechazar y devaluar mis interpretaciones, así como mi trabajo analítico. A menudo, ella salía molesta de la sesión e incluso me decía que francamente, yo no entendía nada. Fue interesante cuando, en una sesión, hubo un momento en el que tuve la sensación de que se había permitido escucharme y había logrado, en alguna medida, contactar con algo de ella; recuerdo haber sentido un poco de esperanza respecto al trabajo que estábamos realizando.  

Al día siguiente, Elisa me marcó para avisarme que ya no iría a tratamiento porque, cuando salió de la sesión, la habían atropellado. No dijo más. En el momento, me invadió una sensación de preocupación y culpa importante. ¿Tal vez dije algo inadecuado que la dejó vulnerable? Más tarde, en mi supervisión, tuve la oportunidad de pensar esta situación, y gracias a mi supervisora pude entender que, entre otras cosas, fui testigo de un ataque envidioso por parte de Elisa, pues al momento de recibir algo valioso de mi trabajo analítico, no pudo tolerarlo y atacó al tratamiento, interrumpiéndolo, y a ella misma, accidentándose.

Es posible que este breve retrato de mi paciente no haga justicia a lo que quiero ilustrar o incluso a lo que ella es, pero me pareció pertinente abordar el tema desde mi experiencia, pues es impactante lo mucho que podemos deteriorar nuestra vida emocional por una emoción tan corrosiva como lo puede ser la envidia.

 

Referencias

Álvarez, B. (2012). Melanie Klein: Teoría y técnica. Polemos.

Klein, M. (2009). Envidia y gratitud. Obras completas. Envidia y gratitud y otros trabajos (vol. 3, pp. 181-140). Paidós. (Obra original publicada en 1957).

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