Psicología y literatura: los psicólogos vivimos de historias

Por Nadezda Berjón

¿Alguna vez has escuchado a alguien decir que tiene un edipazo? O seguro en alguna serie de televisión o película te has topado con frases como “Tiene problemas edípicos”, “Se casó con su papá” o “Sale con una mujer que podría ser su madre”… en especial si son de Woody Allen. Pero ¿quién fue Edipo y por qué lo nombramos tanto?

A Edipo se le menciona más con el uso que le dio Sigmund Freud para describir los conflictos que surgen en la infancia en torno al amor y a la rivalidad con los padres. Sin embargo, el Edipo que menciona Freud es en realidad un personaje literario, nacido de la imaginación de Sófocles, un poeta griego del siglo V a. C. Es más, Freud no solo hizo uso del Edipo de Sófocles, también empleó al Hamlet de Shakespeare, así como al Fausto de Goethe para explicar ciertos conceptos que de otra forma podían resultar demasiado abstractos y difíciles de entender.

Otros teóricos se han sumado también a la construcción del pensamiento clínico apoyándose en la literatura. Melanie Klein, por ejemplo, hace uso de Si yo fuera usted (Julien Green, 1949) para explorar el mecanismo de la identificación proyectiva y Donald Meltzer analiza varias obras del dramaturgo Harold Pinter a modo de casos clínicos. Por su parte, Christopher Bollas comenta que la lectura de Moby Dick (Herman Melville, 1851) causó un enorme impacto en su vida e inspiró su noción de objeto transformacional. Asimismo, Jane Temperley emplea La oscuridad visible (William Styron, 2009) y La vida con una estrella (Jiry Weil, 1964) para diferenciar entre la presencia y la ausencia de objetos internos buenos.

Lo anterior se debe a que los personajes construidos por los escritores dan cuenta de situaciones propias de la vida cotidiana y de la clínica. El escritor posee la capacidad de crear metáforas, de ponerse en los zapatos de otro y de asimilar y traducir experiencias humanas profundas y complejas. Cuando leemos, adquirimos nuevas conexiones simbólicas, mayor capacidad de insight y el impacto estético de la experiencia hace que la ficción se transforme en algo más tangible ‑casi como si uno estuviera ahí‑ viviéndola junto con el protagonista. Después, en la consulta, cuando escuchamos al paciente, quizá habremos conseguido ser menos acartonados, más receptivos, así como tener un mayor respeto y sensibilidad a las diversas realidades psíquicas.

Se me ocurren algunas otras historias a ejemplo de cómo estas son capaces de transformar al lector por su creatividad, nivel imaginativo, agudeza y acercamiento franco al vivir de los sujetos.

Quisiera comenzar con “El Aleph” (1949), un cuento de Jorge Luis Borges que narra la posibilidad de contemplar el universo y todos sus tiempos simultáneamente. En ese sentido, el Aleph de Borges se asemeja al inconsciente freudiano: todo lo contiene y no es posible aprehenderlo en su totalidad. Es una experiencia solitaria, privada, indescriptible, pero tangible a nivel emocional. Como el protagonista del cuento de Borges, el analista debe poder asomarse a la mente del paciente (así como a la propia) y aceptar que no puede capturar de una vez por todas su infinita complejidad.

Por otro lado, en La soledad era esto (Juan José Millás, 1990) se nos muestra cómo se vive, fuma y bebe un duelo. La novela cuenta la historia de una madre recién fallecida comenzando por el impacto que su muerte tiene en su hija, quien se nos presenta como una mujer madura que a lo largo de la novela atraviesa una transformación muy al estilo de La metamorfosis de Franz Kafka (1915), solo que al revés: de escarabajo a humano, del encierro a la vida. En esta historia se develan cómo son las defensas ante el dolor así como las estrategias psíquicas para lidiar con una vida poco clara y muy compleja. Además, fascina que la protagonista demande la mirada de un investigador privado para que la siga en su cambio y dé fe de este, buscando que la acompañe y la traduzca a través de sus informes.

Karl Ove Knausgard, en La isla de la infancia (2009), nos ofrece una mirada a la infancia desde la perspectiva de un niño ‑el autor mismo‑ al rememorar sus primeros años de vida. Kanusgard enfatiza los sentidos (olores, sensaciones, colores, sonidos), así como las emociones que surgen del contacto con los padres, la escuela y los amigos. Al leerlo, una tiene la sensación de ser transportada al pasado y puede comprender mejor al paciente menor de edad o al adulto en sus aspectos infantiles.

Una perspectiva de otra naturaleza la encontramos en la novela de Patricia Highsmith, El diario de Edith (1977), donde se nos narra la dificultad de una mujer y madre para dar cuenta de la mala relación marital que vive y de los problemas tan graves que padece su hijo. Se trata de una mujer que sufre mucho, pues debe mantener las apariencias a pesar de una vida cotidiana de soledad y desprecio a su presencia. A lo largo de las páginas, vemos a Edith sumirse en el alcohol buscando adormecer y desconectar su mente, sin soñar ni metabolizar lo vivido. Una metáfora, por supuesto, del no-pensamiento.

Finalmente, en El hombre lento (2005), J. M. Coetzee nos muestra lo difícil que es aceptar la pérdida de la propia potencia e integridad física. El protagonista de esta novela se niega a usar una prótesis que oculte la pérdida de una de sus piernas y, por el contrario, quiere visibilizar su carencia y busca que otros también sufran pérdidas.

Ahora bien, no es que piense en estos libros cuando trabajo en el consultorio, pero sí me aportan una mayor sensibilidad, apertura y receptividad al momento de entrar en contacto con las historias ‑las novelas‑ de mis pacientes, con sus maneras de construir imágenes y tramas, y con la delicadeza o rudeza en el paso de un capítulo a otro de sus vidas.

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