Las separaciones amorosas a lo largo de la vida

Por Natalia Ortiz Sanabria

 

Las separaciones amorosas están presentes a lo largo del ciclo vital. Por ejemplo, pensemos en la niñez, cuando nos encontramos con una ruptura inicial al separarnos de nuestra madre, quien es el primer objeto de amor. Esto sucede para dar cabida a nuevas personas y experiencias. Posteriormente, en la adolescencia se vive una nueva forma de relacionarnos y con ello hay pérdidas inevitables. En esta etapa conocemos el primer amor de pareja y con ello se inauguran las experiencias del noviazgo; además, van sucediendo los cambios en el propio cuerpo y una constante curiosidad de conocer el cuerpo del otro; los ideales infantiles se dejan atrás y este nuevo descubrir(se) puede ser compartido con alguien más, que a su vez esté formando sus propios ideales. Todo esto lo vivimos de manera intensa. Habrá que pensar entonces que, así como son de intensos los vínculos, también lo son las separaciones: el término de una relación amorosa en la adolescencia conlleva emociones que van desde la tristeza y el desconsuelo (por pensar que no habrá nunca más ese estado de plenitud) hasta la ideación suicida y, en casos más complicados, intentos suicidas (por concebir la separación como algo intolerable y difícil de procesar). 

En la adultez, surgen nuevamente los desencuentros con la pareja y el divorcio llega como una opción contundente. En la mayoría de las ocasiones esta separación resulta dolorosa y desgastante, sobre todo cuando no sucede de común acuerdo y uno de los miembros de la pareja aún tiene el deseo de continuar la relación. En este punto también se juegan las temporalidades, ya que no es lo mismo terminar un vínculo que conlleve muchos años y en el cual se han compartido diferentes vivencias que el de una pareja más joven. En ambas situaciones observamos que siempre existen dificultades para asimilar la ausencia del otro. La separación la podemos vivir como un abandono por parte del otro, lo que provoca sentimientos de desesperación, desconsuelo y rabia. También la podemos experimentar como un fracaso que merma la confianza en uno mismo, creando pensamientos de que no poder concretar nada con otra persona por mantener el estigma de ser una persona divorciada. Esto trae consigo autorreproches y sentimientos de culpa que pueden perpetuarse por mucho tiempo. Del mismo modo, podemos experimentar emociones de júbilo al pensar que “me he liberado del yugo matrimonial” y adoptamos reacciones de euforia; sin embargo, ¿es realmente un frenesí por la aparente liberación o será más bien una posible defensa ante el dolor por la separación?

Freud explicaba en Tres ensayos de teoría sexual lo que el tema de la separación puede movilizar en nuestro psiquismo. La angustia infantil no es más que la expresión del sentimiento de pérdida de la persona amada; los niños tienen miedo a la oscuridad porque en la oscuridad no pueden ver a la persona querida y su miedo se suaviza si pueden tomar la mano de esa persona en la penumbra. Es decir, con ello Freud nos muestra la relevancia de lo mucho que nos asusta la ausencia del ser querido y lo reconfortante que es poder sentir que se tiene a alguien cerca para calmar esa angustia. ¿Será entonces que en ocasiones la pareja cumple la función de amortiguar estados mentales tensionales que son difíciles de tolerar? Es interesante considerar que la dificultad para separarnos se debe también a diversos tipos de fantasías que surgen en nuestra mente en torno a la ruptura de la relación: fantasías edípicas donde resulta punzante la idea de quedarse excluido, celoso y curioso; queremos saber si la expareja decidió estar con alguien, cómo es esa persona, si tiene mejor posición económica que la nuestra, etc. De la misma manera existen fantasías primitivas, preedípicas, que producen angustias de derrumbe psíquico: experimentamos un gran dolor mental y creemos que no podemos seguir adelante y continuar con nuestra vida sin la persona amada.

De esta manera, llegamos a la etapa de la vejez, donde la separación amorosa quizá no se da porque uno de los miembros de la pareja quiere la disolución del vínculo, sino por la muerte de uno de ellos. La pérdida de la pareja se suma a las ya muchas pérdidas que el adulto mayor vive en esta etapa del desarrollo. La viudez enmarca la idea de que el compañero o compañera con el que vivimos incluso mucho más tiempo que como solteros ya no está. Klein considera que, cuando tenemos una pérdida, se reviven todas las pérdidas que hemos experimentado a lo largo de nuestra vida. Es decir, no solo nos afligimos por la pérdida actual, sino que revivimos todas las experiencias dolientes anteriores; por ello el dolor y el sufrimiento suele ser exacerbado. Se puede decir entonces que sobrevienen múltiples “microduelos” en la vida del cónyuge sobreviviente: nuestra rutina cotidiana ya no será la misma, muere la persona con quien disfrutamos de la sexualidad, con quien planeamos metas, sueños, con quien construimos una familia y un legado. Por ello puede surgir la pregunta de cómo vivir ahora sin él o sin ella. También se pone de manifiesto nuestra propia muerte, lo que genera sentimientos de soledad, angustia, tristeza o cuadros depresivos importantes que han de ser atendidos.

Así pues, podemos observar que en cualquiera de las etapas del desarrollo las separaciones en los vínculos amorosos están presentes y son vividas de forma singular en cada parte del ciclo de la vida. Las más de las veces son productoras de sensaciones displacenteras y hacerles frente no es tarea fácil. Ponen de manifiesto el trabajo psíquico que constituye el poder representarnos que el otro no se encuentra más en la realidad externa y, al mismo tiempo, está presente en las experiencias satisfactorias y amorosas que vivimos con él o ella en el pasado y que forman parte de nuestro mundo interior en el presente. De todas estas pérdidas y separaciones a lo largo del ciclo vital hablaremos en el diplomado “Duelos, pérdidas, separaciones”.

Referencias

Freud, S. (1905), “Tres ensayos de teoría sexual”, Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, vol. 7.

Klein, M. (1940), “El duelo y su relación con los estados maníaco depresivos”, Obras completas, Buenos Aires, Paidós, vol. 1.

 

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