La piel como continente de las experiencias emocionales

Por Laura De La Torre

 

Una madre abrumada con su pequeño de seis años con una severa dermatitis atópica [1] aguarda sentada, en una sala de espera de un consultorio médico, a que le toque su turno. Otro niño que estaba en la misma sala exclamó: “¡Mira mamá, hay un niño sin piel!”. Al entrar, la madre relata lo dicho por el otro pequeño sobre Manuel, su hijo. Comienzan a hablar por él, mientras Manuel solo se rasca compulsivamente ─refiere Eva Rotenberg, psicoanalista argentina─, como si estos rasguños fueran la forma de reclamar independencia sobre su cuerpo; incluso él mismo hablaba de sí en tercera persona. Esta analista intenta señalarles a los padres la necesidad que tenía su hijo de separarse, de adueñarse de su cuerpo, de tolerar que su piel se fuera formando.

Rotenberg incluye esta escena en su libro La piel: bebés, niños, niñas y adolescentes hablan con su cuerpo para exponer cómo podemos pensar la piel como un equivalente del yo, que delimita lo corporal y diferencia, de manera concreta, el Yo: lo que es y lo que está fuera de él. ¡Qué complicado es para el pequeño Manuel pensarse sin piel! Donald Winnicott pone el acento en la función del límite corporal de la piel y nos invita a observar cómo esto se extiende al límite de la personalidad; a su vez, pone en juego el riesgo de la despersonalización y la delimitación del Yo. Los padres de Manuel no habían podido dejar que estos límites se establecieran, que su hijo pudiera ir tomando el control y pensarse a sí mismo.

El sistema tegumentario pone límites de un cuerpo a otro, permitiendo (o, mejor dicho, posibilitando) protección y sostén a lo corporal, pero trascendiendo a la constitución y procesamiento de las experiencias emocionales. Este extenso órgano semipermeable constantemente recibe estímulos del medio ambiente, a la par que protege el interior del cuerpo. Sumándose a las funciones orgánicas, están los procesos psíquicos que atraviesan por la epidermis, y es gracias a las caricias, los encuentros y desencuentros, que el pequeño humano puede ir adquiriendo información de los afectos que lo rodean.

Rotenberg señala que las manifestaciones cutáneas pueden delatar discordancias en el desarrollo primitivo, así como la presencia de angustias impensables por múltiples factores (y no necesariamente por falta de amor). A modo de clarificación, pensemos cómo una caricia no se siente igual si nos acabamos de quemar, pues el dolor que sentimos en la piel lastimada no tiene la intención de la persona que quería mostrarnos su afecto. Si bien, el dolor de la piel es subjetivo, nos permite ser sensibles al tacto y al encuentro con las otras pieles. Conocer, poco a poco, esos umbrales hace que, en un segundo plano, vayamos desarrollando también la tolerancia afectiva.

Recordemos las ideas freudianas de la sexualidad infantil, en las que explicaba cómo es que dicha sexualidad se manifiesta por el placer que obtiene el pequeño al tomar del pecho y todo lo que ese espectáculo implica: la voz de la madre, el contacto del pecho con el bebé, las caricias que puede brindarle ella mientras lo sostiene con seguridad. De ahí, la escuela francesa plantea la idea de que, para devenir sujeto, tuvo que haber una etapa anterior en la que se pudo experimentar, concretamente, el ser sujetado.

Al inicio de la vida, los padres o cuidadores primarios son los que nos sujetan, llevándonos a experimentar la vivencia de no ser uno mismo; sin embargo, de a poco, se va posibilitando el desarrollo subjetivo y, en medida de lo posible, la diferenciación corporal y afectiva, es decir, la subjetividad. Encontramos entonces que, así como del tacto se pasa al afecto, también se habilita la importante función contenedora afectiva de la piel.

 

Referencias:

Rotenberg, E. La piel: bebés, niños, niñas y adolescentes hablan con su cuerpo (pp. 83-87). Lugar editorial.

[1] La dermatitis atópica (eccema) es una afección que hace que la piel se seque, pique y se inflame. Es muy común en niños pequeños.

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