El amor y la literatura

Por María Antonieta Rosas Rodríguez

Definir a la literatura como concepto es una tarea vasta y aún inacabada, toda suerte que su definición está atada a cada cultura y a los múltiples mecanismos históricos, sociales, políticos, religiosos y estéticos —sólo por mencionar algunos— que le dan forma. Sin embargo, si bien una definición precisa de qué es la literatura se nos escapa, lo que sí conocemos es qué es lo que hace.

Sabemos, por ejemplo, que la manera en cómo una sociedad se relaciona con la literatura es la escenificación de las fuerzas socioculturales, políticas y económicas que están en operación al seno de una determinada población. Qué libros se publican, qué obras se traducen, qué discursos se promueven, qué autores venden más copias… Todos son fenómenos directamente relacionados con la conformación pasada y presente de una cultura.

También sabemos que, dada esta relación, la literatura retrata los procesos históricos de la humanidad y es un registro de nuestro caminar a lo largo de los milenios. Bien sea como un registro de nuestras historias o de nuestra perspectiva acerca de ellas, como es el caso de los antiguos poemas épicos grecolatinos o la más reciente literatura del Holocausto. La literatura puede, además, promover o ser promovida por nuestros avances en las diversas disciplinas del conocimiento. ¿Qué sería de la Ilustración francesa y el positivismo sin los ensayos de Montaigne, de Rousseau, de Voltaire? ¿Qué sería del Ulises de Joyce y Las olas de Woolf sin las ideas sobre la conciencia y el inconsciente desarrolladas por la psicología y el psicoanálisis a inicios del siglo XX? Así, pues, la literatura se vuelve el reflejo y el relato de las culturas que la producen y del desarrollo de estas a lo largo de la historia de la humanidad.

La literatura, sin embargo, no sólo representa nuestra vida en comunidad como sujetos sociales, históricos y políticos. También la hemos usado como herramienta para representar nuestra vida como individuos intelectuales, emocionales y sensibles, producto de la interacción entre mente y espíritu. Esa vida que se ejecuta en el plano de las ideas se vive en el mundo de los afectos, que emana de las profundidades de nuestra conciencia y nuestro aún más profundo inconsciente.

En ese sentido, para la literatura, el amor en todos sus aspectos se vuelve el tema ideal a partir del cual escenificar las operaciones y los conflictos de nuestra vida interna. Podemos, entonces, contemplar la devoción del amor filial retratado por Philip Roth en Patrimonio y su lado oscuro en la Orestiada de Eurípides o Los hermanos Karamázov de Dostoievski, observar el amor a Dios en los poemas de Santa Teresa de Jesús y las Meditaciones de San Agustín, conmovernos con el amor a la patria de Bola de Sebo en el cuento homónimo de Guy de Maupassant, meditar sobre la pérdida de un ser amado con C. S. Lewis en Una pena en observación o Un monstruo viene a verme de Patrick Ness, y recibir una educación sentimental con las incontables obras sobre el amor romántico que hemos escrito siglo tras siglo en un intento de entender qué es eso que simplemente (aunque no tiene nada de simple) llamamos ‘amor’.

No obstante, sucede que la literatura amorosa captura de tal manera nuestra atención que solemos ignorar que el amor romántico es solamente uno de muchos tipos de amor. Es más, con el paso de los siglos, la literatura occidental ha llevado al amor romántico al nivel de una ideología que moldea nuestra percepción, elaboración y ejecución de este.

En su artículo “The Moral Urgency of Ana Karenina”, Gary Dumas, profesor de literatura de la Universidad de Northwestern, nos dice que el mito del amor del que hablan los grandes romances de la literatura occidental (Pisque y Cupido, Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Ana Karenina, etcétera) construye al amor como algo que no escogemos, sino que llega a nosotros como destino. Este amor es una fuerza irresistible que nos arrebata la razón, el poder de decisión y nos vuelve esclavos de sus caprichos. Esta ideología del amor, agrega Dumas, es una que mediante el sufrimiento eleva a los amantes del plano de la vida ordinaria a uno de significación mística que no da cabida a nada excepto al mismo amor.

Pareciera entonces que el amor no es amor sin sufrimiento, sin sacrificio, sin pérdida, sin renuncia. Los éxitos taquilleros en el cine lo confirman, los bestseller lo endorsan, las series de televisión lo repiten: Yo antes de ti, 50 sombras de Grey, Bajo la misma estrella, Grey’s Anatomy… La lista es casi interminable.

La sospecha surge, entonces, casi como una ligera incomodidad, de si es que con el correr de los siglos, la línea que separa a la creación de su creador, a los libros de sus autores —de sus lectores— no se ha desdibujado. ¿Será que la literatura habla sobre el amor? ¿O es que el amor habla sobre la literatura?

Referencias

Morson, G. (2015) The Moral Urgency of Ana Karenina. Commentary. Recuperado de https://www.commentarymagazine.com/articles/the-moral-urgency-of-anna-karenina/

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