¿El amor puede ser narcisista?

Por Fernanda Aragón

 

Frecuentemente, escuchamos a personas hablar de las cualidades que debería tener la persona ideal para enamorarse o para tener una relación. Fantasean con el color de ojos, el tipo de cabello, la estatura y que cumplan con “la lista” de características idóneas a sus expectativas, pero ¿hay aspectos inconscientes detrás del enamoramiento?

 

La respuesta es sí. Cuando alguien capta nuestra atención, no solo se debe a que nos fijamos en su aspecto externo o físico. El tono de voz, la manera en que nos hace sentir y los temas de conversación, por ejemplo, son cualidades que no observamos, pero que quedan registradas en nuestra mente y, de ser agradables, incrementan el atractivo.

 

Siguiendo con la idea de lo inconsciente en la elección de pareja, nuestros padres son las primeras personas con las que construimos una relación. En ella, se establecen maneras de acercarnos, de interactuar y de demostrar el cariño. Tener una madre o un padre amoroso, que juegue, que nos haga sentir protegidos y que nos apoye cuando emprendemos algún reto nuevo, puede influir en lo que deseamos encontrar en una pareja, seamos hombre o mujer.

 

Esa influencia es inconsciente, totalmente desconocida para la persona. Esto se puede llegar a evidenciar con el nombre de la pareja —por ejemplo, alguien que se enamora de un chico que tiene el mismo nombre que el padre o uno parecido: el papá se llama José y el amado, Josué— o con la forma de ser —quizá mamá era vivida como alguien exigente y mandona, y ¡oh sorpresa!, la pareja también lo es.

 

Al estar enamorados, el otro parece “ser perfecto»; es difícil encontrarle cualidades negativas o que resulten rechazadas. La pareja funciona en términos de ser ideales, o sea, dar la mejor cara, dar el ancho, no frustrar. Es como si se buscara dar bienestar y satisfacción permanentes. Eso dura un poco, quizá unos meses.

 

En este punto, recuerdo parejas con “este pegol”. Funcionan bien y tienen la sensación de estar a gusto hasta que comienzan a aparecer los defectos o frustraciones. Es entonces cuando deciden terminar o tronar cada que viene una temporada difícil y frustrante. Es como si quisieran quedarse únicamente con lo bueno y lo positivo, lo idealizado, podría decirse también. En el momento en que aparece el lado opuesto, se deshacen rápidamente del objeto incómodo para cuidar lo bueno idealizado.

 

Conforme pasa el tiempo, la relación con el otro se puede ir profundizando. Para ello, se necesita tolerar el dolor que implica la independencia del objeto, es decir, que no se vive pegado a él/ella, que está separado y es diferente.

 

Pienso que hay relaciones de pareja con dos personas unidas, pero no necesariamente con una unión “adulta”, creativa y productiva, como diría Meltzer. Estar en una relación profunda y no superficial implica conocer reacciones, manías y defectos que, al estar enamorados eran negados con gran fuerza. En ese momento, podemos pensar la relación de pareja como en una función de complementariedad, es decir, cada uno aporta a la relación sus fortalezas, lo que le sale mejor. Dos ejemplos: en una pareja, la mujer cede en las negociaciones con mayor frecuencia y el varón aporta una cantidad más elevada de dinero a casa. En otra, la mujer se queda al cuidado del recién nacido, mientras que el padre se encarga de traer a casa lo necesario para los tres. En ambos casos, cada integrante, desde sus posibilidades, da y complementa al otro, nutriendo la relación.

 

La complementariedad no quiere decir que solo hay entendimiento, buenos momentos y cero frustración. Las relaciones conllevan ambas caras de la moneda; tienen aspectos atractivos y dignos de ser presumidos y, al mismo tiempo, tienen cualidades desagradables que, si se pudieran quitar, se eliminarían para no generar dificultades.

 

Sabemos de otros modos de funcionar respecto al deseo de tener una relación. Por ejemplo, las personas que sienten que no pueden ser una buena pareja, ni una buena compañía. Es como si la parte hostil-mala fuera más grande e incontrolable que la amorosa-buena.

 

Melanie Klein nos ha ayudado a pensar la constante interacción entre el amor y el odio; cómo la posibilidad de reparar lo agredido o atacado es lo que permite reconocer el amor a los objetos, su valía e importancia. Ella propone que estos sentimientos hostiles se expresan, por primera vez, hacia al pecho materno cuando no está disponible, cuando hace esperar al bebé para satisfacer su hambre, calor o sostén. Cuando la madre está presente, la forma en que puede expresar su amor hacia el bebé es mediante el alimento, fomentando la seguridad de que ahí está para calmarlo, mirándolo, tocándolo.

 

Estas ideas las recordé al escuchar a un paciente joven que reflexionaba sobre por qué su matrimonio terminó. Él pensaba que no había sido lo suficientemente atento a los anhelos y proyectos personales de su exesposa y que quizá estaba muy metido en sus propios problemas. A partir de ahí, pudimos pensar que la idea de haber sido un marido perfecto y extraordinario estaba cayéndose. Sí, había tenido fallas, hoy notorias a partir del dolor de perder a la pareja, de contactar con sus sentimientos de soledad y ver el vacío que ella había dejado. En los adultos, encontramos demandas de atención o grandes protestas cuando la pareja se va; se despierta, entre otras emociones, una inseguridad sobre el amor. Por ejemplo, si sigue pareciendo linda o atractivo, o si ha dejado de gustar.

 

El amor echa a andar sentimientos contradictorios hacia la otra persona: se le ama y se le procura, pero al mismo tiempo, se le puede tratar mal y percibir como alguien malo y frustrante. Gran parte de los líos que se arman en la mente tiene que ver con estos sentimientos opuestos. ¿Cómo es que una persona a la que se quiere también puede despertar gran rabia?

 

Las fantasías respecto al amor son infinitas. Cada persona tiene una noción, un boceto de lo que significa amar al otro, a la familia, a la pareja. Pero cada vínculo que se arme con esos objetos estará matizado por ideas, expectativas y deseos que los distorsionan.

 

¿Cuántas veces no hemos experimentado el deseo de volvernos uno solo con el otro? Ese deseo de unión —de no estar separados— y de calma —por mantenerse acompañados— es parecido a los momentos en donde la madre y el bebé están juntos, mirándose el uno al otro, abrazados cálidamente, y permanecen así: el bebé siendo único para mamá.

 

Referencias

 

Freud, S. (1992). Tres ensayos de teoría sexual. Obras completas (vol. 7). Amorrortu editores. (Obra original publicada en 1905).

 

Klein, M. (1990). Amor, culpa y reparación. Paidós. (Obra original publicada en 1937).

 

Platón (1979). Simposio (Banquete) o de la Erótica. Diálogos. (Ed.) F. Larroyo. Editorial Porrúa.

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