¿Sabemos qué nos hace humanos? Nuestros afectos enfrentados al desarrollo tecnológico

Por José Cristóbal Barud Medrano

En uno de los cuentos que forman parte de Crónicas Marcianas (1950), el célebre Ray Bradbury describe un escenario que hoy no se ve tan distante: una casa automatizada, similar a aquellas equipadas con bocinas inteligentes, focos automáticos y cafeteras conectadas al Wifi y que, en unos cuantos años, serán la norma en miles de hogares alrededor del mundo. La casa en cuestión sobrevive a sus humanos y mortales habitantes tras una catástrofe que el autor deja librada a nuestra imaginación, asimismo, mantiene su rutina diaria automática, como si sus habitantes aún estuvieran vivos, hasta que, un día, es consumida por un incendio fortuito.

A pesar del largo periodo que ha trascurrido entre la publicación de aquel relato y nuestros días, hoy es más fuerte que nunca el deseo de que la tecnología trascienda la barrera de nuestra frágil y transitoria existencia. Aunque las casas inteligentes todavía no son una realidad masificada, es cierto que nuestros perfiles de Twitter, Facebook, así como nuestros canales de YouTube permanecerán en el mundo más tiempo que nosotros. Por este motivo, nos causa fascinación el incansable ímpetu de las máquinas y los robots, pero, al mismo tiempo, nos llenan de temor su precisión y perenne disposición a la actividad que nos reducen a seres impredecibles, inexactos y toscos, perseguidos por el tiempo ‑tan democrático como inexorable‑.

Si las máquinas podrán hacer lo mismo que el ser humano en un futuro ‑como aquella casa que imagina Ray Bradbury‑ e incluso aventajarnos en la carrera contra el tiempo, esto significaría que lo intrínsecamente humano perderá su valor. Por ejemplo, en varias partes del mundo se alerta acerca de la enorme cantidad de trabajos que serán sustituidos en un futuro cercano mediante la robótica y la inteligencia artificial (La Duke, 2019). En contraste, se habla de los grandes avances en materia de salud, ciencia y tiempo libre que, supuestamente, harán que el sacrificio valga la pena (Willemse, 2018). Sea cual fuere el desenlace de este frenético avance, su impulso es un terreno fértil para pensar en aquellas características intangibles que nos dan profundidad a los seres humanos. Tal vez nuestra esencia no se encuentre en la capacidad de cálculo, el pensamiento lógico o trabajar como la tecnología lo hace, sino en la emocionalidad, la creación y la fantasía.

Quizá desde mi lente de psicoterapeuta pueda atisbar alguna respuesta a esta cuestión, mediante la reflexión de las historias de las que cotidianamente soy testigo, en las cuales, considero, se condensan los claroscuros de la condición humana. Bien que estas guardan parecidos en sus hechos concretos, siempre existen diferentes fantasías, significados y formas narrativas que, en suma, entretejen una vida particular o una visión del mundo individual. Por ejemplo, un bebé no llega a este mundo en calidad de máquina o bien producido; lo hace como heredero de una historia familiar y como habitante de la mente de los padres, quienes, previamente, ya le habrán imaginado un nombre, un rostro y, acaso, un futuro. Paralelamente, dicho bebé es un ser listo para tomar los frutos del árbol de la experiencia y el aprendizaje de la vida, pero ¿no es sabido que la inteligencia artificial también aprende de las experiencias?

No en el sentido en que lo propone el psicoanálisis. Las experiencias para nosotros no son simplemente el acopio de datos y la toma de decisiones, sino que están atravesadas por el mundo emocional. Se encuentran, por ejemplo, en el frágil y enternecedor intercambio entre un bebé y su madre cuando ella le explica el significado del frío, el temor o el hambre mediante sus cuidados y caricias, o cuando se materializan conceptos tan abstractos como el tiempo y la añoranza en las sensaciones que tiene el niño en ausencia de su madre. Al menos con base en el momento presente, estoy seguro, están serán sutilezas propias del humano e inimitables por una máquina. Existe así una diferencia fundamental entre el cuadro que pintó una inteligencia artificial (Ruiz-Giraldo, 2018) y las doloridas pinceladas de Van Gogh, del mismo modo en que no puede compararse un vínculo terapéutico cálido y cercano con una App de salud mental, cuyo combustible es la inteligencia artificial (Ray y Anam, 2019).

La cuestión, desde luego, permanecerá en el aire por mucho tiempo más y, desde este pequeño rincón de la experiencia humana, es imposible zanjarla. Este mundo tecnológico será un hecho en unos años. En el propio ser humano está la capacidad de utilizarlo para fascinarse con sus proezas técnicas mientras revaloriza su materia prima: la fantasía, los sueños y la preeminencia de los vínculos emocionales. Aun cuando son la fuente de nuestros desatinos y enredos, también son la matriz de donde han emergido las grandes ideas.

Referencias

Bradbury, R. (2008). Crónicas marcianas. México: Booket. (Obra original publicada en 1950).

La Duke, P. (2019). Robots Are Stealing Our Jobs. Entrepreneur. Recuperado de https://www.entrepreneur.com/article/332468

Ray, A. y Anam, A. (2019). Bot as Therapist: How Far Can AI Go? The times of India. Recuperado de https://timesofindia.indiatimes.com/city/gurgaon/bot-as-therapist-how-far-can-ai-go/articleshow/72090759.cms

Ruiz-Giraldo, N. (2018). La primera pintura creada con inteligencia artificial fue vendida por 432,500 dólares. Recuperado de https://www.france24.com/es/20181026-obra-inteligencia-artificial-edmond-belamy

Willemse, L. (2018). How Losing Your Job to a Robot Can Actually Be a Good Thing. Medium. Recuperado de https://medium.com/datadriveninvestor/how-losing-your-job-to-a-robot-can-actually-be-a-good-thing-3f863f30456a

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