El psicólogo, el que escucha y ve más allá: labor necesaria para el grupo humano

Por Nadezda Berjón

Si te encuentras  con un psicólogo en una reunión, lo primero que piensas es: “¡Cuidado! Me va a analizar”, pero después le pides que descifre tu mente como si fuera un telépata.

El psicólogo acompaña a las personas a través de diversos eventos, tanto personales –duelos, crisis de identidad, depresiones– como colectivos –terremotos, inundaciones, conflictos laborales, bullying, cuestiones de género–.

Su mente desarrolla herramientas peculiares y necesarias para esta labor: como un maestro de obra que con un martillo da en el clavo –en situaciones ideales, claro está–; con una cinta de medir puede determinar la amplitud del conflicto; parte arquitecto, logra colocar vigas en los lugares que requieren ser fortalecidos; excavador incansable, porta pico y pala para investigar tumbas psíquicas en busca de códices secretos.

El psicólogo parece un curandero, cuyos cifrados mensajes provocan un “no sé qué” que alivia; a veces se asemeja a un barrendero dispuesto a jalar con toda la suciedad, aunque regrese poco después para pensar sobre sus contenidos . Puede ser el mejor animador, que al inicio saca lágrimas y termina  en sonrisas; también tiene algo de abogado ya que  pelea por la causa del verdadero pensamiento, defiende los vínculos más sensibles, delata la mentira y busca la justicia interna; e incluso, se cree pintor o escultor y con sus enérgicos trazos intenta darle forma a lo etéreo.

Hay psicólogos que acompañan a equipos deportivos, a  atletas: su labor es silenciosa pero determinante. Sólo él conoce el esfuerzo de estos cuerpos habitados por espíritus sumamente perfeccionistas. En las guerras, acuden expertos a los campos de refugiados para ayudar a dar voz al horror, al ultraje y la ira.

Los psicólogos asisten a familias cuyos seres amados permanecen en una oscuridad incierta, en las salas de terapia intensiva, en el pabellón de niños quemados, antes y después de cirugías de mucha gravedad. Se sientan en los asilos a hablar con los abandonados, cuyos órganos desfallecen pero su ánimo lucha por sostenerse. Se internan, por gusto, en aquellos edificios fríos en los que los huérfanos no deciden vivir. Van a ciudades perdidas llevando linternas de sentido; están metidos en el laberinto del dolor humano sólo porque creen poder domar al minotauro.

En estos tiempos de enajenación, aislamiento, desconexión, desesperanza y vacío en los que el dinero, la belleza, el sexo y la popularidad en las redes sociales son los estándares más valiosos, el psicólogo tiene un compromiso. Julia Kristeva (1995), en «Las nuevas enfermedades del alma», observa que el hombre moderno se mantiene idiotizado ya sea por la tecnología o las drogas, ocultándose a sí mismo sus deseos, desarrollando como consecuencia grandes dificultades en las relaciones, la sexualidad, en lo psicosomático, atrapado en un lenguaje robotizado y artificial.

Thomas Ogden, en «The primitive edge of experience» (1989), estudia los trastornos contemporáneos, donde se muestra que la experiencia cotidiana está determinada por un miedo inconsciente a no saber lo que se desea. Los individuos pretenden llenar este hueco con comida, sexo, cosas materiales, actividades compulsivas, entre otros medios.

Por su parte, Elizabeth Roudinesco en «Our dark side: A History on perversion» (2007), pone bajo la lupa a la sociedad actual que construye un sistema capitalista perverso, interesado en generar y ser productivo, dejando de lado lo humano. En este caso, el desenlace apunta al suicidio, la crisis económica y la autodestrucción general.

Entonces, es aquí cuando la voz del psicólogo es convocada para ir en búsqueda del sentido perdido. A ratos se asemeja al loco que grita verdades, pero su intención es ayudar a los otros a sincerarse, a abandonar esa fuga continua para sentir algo profundo y humano. Por eso, aunque toca los abismos más tenebrosos, el psicólogo es capaz de salir a la luz, renovado y logrando acercarse a las personas para transitar este camino juntos.

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