Posmodernidad y malestar en la cultura: algunas anotaciones   

Por Conrado Zuliani

 

Siendo la neurosis el mal-estar del sujeto en el campo de la cultura, la pregunta acerca de qué puede decir, pensar o aportar el psicoanálisis al debate sobre las características de la llamada posmodernidad cobra total relevancia.

Si el malestar (efecto del “freno” a las pulsiones impuesto por la cultura) es inevitable, también es observable que cada momento histórico presenta sus propias características y formas de expresión del padecer humano. Sigmund Freud escribió, por ejemplo, gran parte de su obra teórica en un momento donde grandes masas se inmolaban, entronando discursos fanáticos sostenidos por sus líderes. Racismo, fanatismo, muerte y exterminio del otro, en tanto diferente, constituían las bases de un discurso donde el odio tomaba el centro de la escena. Vale la pena citar al mismo Freud, quien nos orienta en la tarea de comprender la cuestión:

La vida, como nos es impuesta, resulta gravosa: nos trae hartos dolores, desengaños, tareas insolubles. Para soportarla, no podemos prescindir de calmantes. («Eso no anda sin construcciones auxiliares», nos ha dicho Theodor Fontane.) Los hay, quizá, de tres clases: poderosas distracciones, que nos hagan valuar en poco nuestra miseria; satisfacciones sustitutivas, que la reduzcan, y sustancias embriagadoras que nos vuelvan insensibles a ellas. Algo de este tipo es indispensable. (Freud, 1930/1992, p. 75)

De allí que el objetivo terapéutico del psicoanálisis fuera definido por Freud, en algunas ocasiones, como transformar la miseria neurótica (es decir, el exceso de sufrimiento) en infortunio común. Acotar el sufrimiento por medio de las palabras que lo nombran sigue siendo la empresa que el psicoanálisis sostiene.

¿Y qué podemos decir acerca de la llamada posmodernidad? ¿Cuáles podríamos considerar como algunos de sus rasgos más sobresalientes? Emiliano Galende (1998, p. 248) propone considerar los siguientes aspectos como las notas que definen a nuestra época: El aislamiento, la soledad y, al mismo tiempo, la aglomeración de grandes cantidades de personas parece definir, en las grandes urbes, una modalidad de existencia predominante. Dentro de este estado de cosas, la tecnología deviene ideal cultural. Una de sus propuestas más impactantes es sostener la ilusión de que el vínculo con otro podría ser, en efecto, sustituido por una máquina, instrumento inanimado o, más recientemente, multiplicidad de aplicaciones.

Plataformas, redes sociales, buscadores (de todo y de nada) dan al sujeto (sólo) la ilusión de un “lleno total”. Todo pareciera poder encontrarse en línea. Esto es un intento de borrar aquello que muchos autores han llamado dimensión trágica de la existencia. Es nuestra dimensión trágica (y, a la vez, lo que nos define como humanos) el tener que soportar, de forma inevitable, la ausencia, el dolor, la espera, la incertidumbre. La apuesta “vendida” (no debemos olvidar que las redes, las aplicaciones y los canales de video mueven cantidades de dinero obscenas) consiste en el espejismo de una subjetividad sin tragedia.

Redes como Facebook, Instagram o X proponen la “experiencia” de “pertenecer”, de “tener acceso”. Compulsión a pertenecer y terror a la exclusión: son los condimentos de los cuales se nutre la red social. En cuanto al tejido social, mientras los objetos y bienes presentados como imprescindibles para la existencia (celulares, dispositivos, instrumentos tecnológicos) dan a grandes cantidades de gente la “experiencia” de acceso a un mundo de “privilegios”, otros, masas de sujetos aun más grandes, quedan excluidos del acceso a la satisfacción de las necesidades básicas de subsistencia. Vínculos frágiles y fugaces no son sino el testimonio de una lógica social donde el otro es desmentido en su subjetividad. Se eligen amores “a la carta”, como si se tratara de una venta por catálogo.

Si el otro se presenta como prescindible, descartable o desechable, no hay posibilidad alguna de construir un orden ético y legal que aloje, proteja, limite o habilite a los sujetos. En este sentido, la crueldad (intrasubjetiva, intersubjetiva, social) no sólo tiene que ver con el ejercicio de una violencia hacia otra persona, sino con la falta de auxilio y la indiferencia hacia el semejante. Dice Silvia Bleichmar (2019, p. 240) que las obligaciones morales del adulto hacia el niño (la ternura, el amor, el respeto) generan las condiciones de una legalización de los procesos psíquicos de la criatura, reconocimiento del derecho a una subjetividad que debe ser considerada, acompañada, atendida y cuidada.

Signos de la época describen un tiempo regido por lo inmediato, jugado en la apuesta a la pura presencia del otro, intentando eliminar, cueste lo que cueste, la dimensión de la ausencia (cada vez más insoportable). Para algunos, el tiempo se presenta como algo continuo: sin pasado ni futuro, puro presente sin historia. En este sentido, la apuesta psicoanalítica de acotar el exceso de sufrimiento va de la mano con la creación de un tiempo y un espacio donde el amor por la verdad implica, para quien recorre el trayecto analítico, un viaje único, acompañado, donde a través de otro es posible escucharse y encontrarse. Afirma Jacques André: “Quizás solo se vuelva historia al precio de una travesía por la tragedia edípica. Cuando es así, el psicoanálisis consiste siempre en rehacer, más o menos, la historia, en reescribir su relato” (2011, p. 12).

 

Referencias:

André, J. (2011). El tiempo ya no es lo que era. Los relatos del tiempo. Nueva Visión.

 

Bleichmar, S. (2019). Vergüenza, culpa y reparación. Relaciones entre la psicopatología, la ética y la sexualidad, Paidós.

 

Freud, S. (1992). El malestar en la cultura. Obras completas (vol. 3). Amorrortu editores. (Obra original publicada en 1930).

 

Galende, E. (1998). De un horizonte incierto. Psicoanálisis y salud mental en la sociedad actual. Paidós.

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