Expectativas al inicio de una psicoterapia psicoanalítica

Por Raquel Vega

Cuando un paciente inicia un tratamiento psicoterapéutico, es natural que tenga ciertas ideas y expectativas respecto al espacio terapéutico, las cuales pueden ser influenciadas por las experiencias previas, las experiencias de otros o, muy frecuentemente, por la imagen de la terapia que se retrata en los medios, la literatura o el cine.

Donald Meltzer, un importante psicoanalista inglés, habló de la transferencia preformada, concepto que nos remite a que el paciente va a tener una idea preconcebida respecto a la función del analista y del tratamiento. Por ejemplo, el paciente puede pensar que el analista será una especie de maestro que le “enseñará” cómo solucionar sus conflictos; que será esta popular figura que sólo va a preguntar: “Y con eso, ¿usted cómo se siente?”; que será alguien capaz de resolver sus problemas de forma rápida e indolora. Incluso puede tener la idea de que el tratamiento lo va a liberar de la tristeza o el conflicto para siempre.

Dichas ideas, a menudo, son erróneas y se vuelve tarea del analista interpretarlas para que el paciente comprenda qué es un tratamiento psicoanalítico y pueda hacer un mejor uso de su espacio terapéutico. Una de las expectativas más recurrentes que he observado, en mi experiencia, es la de que el terapeuta es alguien que sabe cuál es la decisión correcta que hay que tomar en determinadas situaciones. Y, con frecuencia, los pacientes quisieran que uno fuera quien decidiera respecto a su futuro laboral, la continuidad o interrupción de una relación, o qué hacer o decir en diversos aspectos de la vida.

Recuerdo que, hace unos años, llegó al consultorio una paciente que se quedó muy poco tiempo en tratamiento. Se trataba de una mujer joven, en sus veintes, que acudía por problemas de pareja. Ella era muy ansiosa y poco paciente. Había ido con anterioridad a múltiples actividades de coaching, pero notaba que le “ayudaban” sólo por un tiempo, pues rápidamente se volvía a sentir mal. Cuando iniciamos el trabajo terapéutico, existía una importante confusión sobre mi función y la del tratamiento: a pesar de que no era algo que le hubiera funcionado, ella quería que yo fuera como una coach o como una maestra que la corrigiera y le dijera qué hacer. Cuando yo le interpretaba esto que sucedía entre nosotras, se desesperaba mucho. Esta paciente no pudo tolerar que yo no hiciera lo que ella esperaba de mí y, al poco tiempo, comenzó a cancelar y faltar a sus sesiones, hasta que abandonó el tratamiento.

Otra expectativa común es la de que el tratamiento y el terapeuta pueden proporcionar soluciones rápidas a los problemas. Es posible que más de un colega haya recibido a un adolescente que quiere que el terapeuta le ayude a decidir qué carrera estudiar cuando se encuentra a unos meses de terminar la preparatoria. Recuerdo a una paciente que llegó a entrevistas diciéndome que quería saber si seguir o no en su trabajo, para después decirme que su renovación de contrato era la semana siguiente a nuestro primer encuentro y que quería tener una respuesta.

También recuerdo, de manera particular, a una paciente que llegó a mi consultorio comentando que no creía mucho en la terapia y que pensaba que, en realidad, no servía de nada, pues, cuando era adolescente, había ido a terapia en vísperas del divorcio de sus padres, pero no le había servido de nada, ya que los papás, al final, sí habían concretado su separación. Me parece que, en este caso, la expectativa que la paciente tenía de su anterior terapia era que su tratamiento evitaría que sus papás se divorciaran y se decepcionó profundamente cuando se enfrentó a la realidad de que un proceso terapéutico no sirve para evitar conflictos, mucho menos aquellos que pertenecen a terceros.

Entender la expectativa que tiene el paciente de nuestra función o nuestro método se vuelve de vital importancia, sobre todo en los primeros momentos del tratamiento. Si bien, siempre es posible que las expectativas se pongan en juego, lo cierto es que, al inicio es cuando se encuentran, a mi parecer, “más frescas” y cuando podemos esclarecer qué hace y qué no hace un psicoanalista.

Como terapeutas, también se vuelve importante no ceder a la presión que los pacientes puedan ejercer para que hagamos eso que ellos esperan de nosotros, aunque interpretar, en vez de, por ejemplo, dar un consejo, pueda implicar cierta tensión. A veces, los pacientes tolerarán que el analista no cumpla con sus ideales y podrán interesarse en explorar su vida emocional, más allá de los resultados rápidos o de los consejos.

 

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