Encuentros y desencuentros en el encuadre psicoanalítico

Por Cristóbal Barud Medrano

 

El encuadre de la psicoterapia psicoanalítica y el psicoanálisis se aparta de los vínculos sociales tradicionales, en donde, por lo general, existe una cualidad transaccional mutua y se esperaría un rendimiento tangible, o que el otro responda de alguna forma, proveyendo satisfactores o conductas esperadas. En este tenor, alejado de la intimidad emocional, el lenguaje y la afectividad cuentan con un carácter utilitario, así como con medios para influir en el otro, más que para comunicar.

          Como contraparte, el diálogo psicoanalítico, cuando logra instaurarse a través de la colaboración de ambos componentes de la pareja analítica, se abstiene de moldear conductas, obtener gratificaciones para ambas partes o hablar en favor de los propios intereses. Es el analista quien trata de garantizar que se den estas condiciones, mediante su neutralidad y abstinencia; el compromiso del terapeuta es mantener el espíritu de hablar con sinceridad acerca de sus observaciones y de señalar con veracidad la respuesta frente a ellas. En el espacio analítico, en suma, predomina el pensamiento frente a la acción, un bien escaso en la sociedad contemporánea, donde la utilidad es un valor fundante.

          Pese a la condición social, el modo de comunicación entablado en una psicoterapia muestra algo, quizá, más irrenunciable de la condición humana: el brote repetido de experiencias capitales del desarrollo subjetivo y su entrelazamiento con el presente. Si bien, se puede echar mano de diferentes mecanismos para negarlo o desconocerlo, su influencia es claramente palpable. Todo proceso psicoanalítico muestra la forma en que cualquier relación se desenvuelve con sutileza, apuntalada entre emociones y conflictos. Por su naturaleza, el encuadre permite el despliegue de un par de conflictos profundos, inherentes a la condición humana de desvalimiento temprano: la marcha hacia la independencia y el deseo de volver a una fuente inagotable de placer y bienestar.

          Sigmund Freud propuso que los primeros momentos de la vida poseen un carácter autoerótico; existe la fantasía de estar solo en el mundo y proveerse las satisfacciones necesarias para la supervivencia. Más adelante, Margaret Mahler hablaría de un estadio posterior, en donde se reconoce la dependencia del otro, pero se vive en fusión con aquel. Si bien, ambas nociones funcionan como hipótesis, su comprobación es imposible y marcan momentos míticos del desarrollo de un ser humano. Asimismo, poseen valor, en tanto respuestas para el cuestionamiento sobre el papel del otro en la vida, y como calmantes para sensaciones de desamparo muy tempranas: si el otro no está, ¿será mejor imaginar que uno mismo se satisface?; si existe una compañía permanente, ¿significa que es posible evitar por siempre el desvalimiento y la pérdida? Tarde o temprano, sobreviene la separación, poniendo en tela de juicio estas fantasías. Esto inscribe una huella profunda, marcada por la voluntad de retorno, sembrando en el ser humano el deseo irrenunciable de volver a sentirse uno.

Las teorías posteriores, en diversas latitudes y coordenadas, también plantean la relevancia para la vida después de dicho momento, aunque con sus diferencias respecto de Freud. La relación de objeto, su importancia y su papel cuentan desde el principio de la vida, lo cual significa que el bebé tiene cierta consciencia acerca de la existencia del otro, de quien depende para mitigar las intensas sensaciones que acompañan sus primeros momentos en el mundo. Existiría, también, consciencia de las separaciones, el dolor y la desilusión que las acompañan. Aunque ambas teorías discurren por cauces distintos, su desembocadura es similar: en el destino humano, queda sellado el deseo de reencontrarse con un estado de bienestar, calma y satisfacción casi mágico.

Más adelante, la identificación con las actividades de los adultos, dotadas de poderío, tienden a reforzar los deseos de independencia y separación; la adolescencia y la pubertad son dos tiempos privilegiados, en donde esto puede apreciarse, aunque sus efectos se gestan desde mucho tiempo atrás. El costo de dicha independencia es la renuncia al estado de bienestar imaginario, constituyendo dos caras del mismo fenómeno.

 Cuando la ruptura de la fusión está matizada por el resentimiento, como resultado de sentirla como un desalojo, el retorno a los momentos de comunión ilusoria es frágil o se percibe como imposible, mientras que el deseo de independencia se asemeja más a un exilio que a una exploración apasionada del mundo.

Los ritmos propuestos por el encuadre psicoanalítico, su solidez en cuanto a los tiempos, la regularidad de las sesiones, la puntualidad de su inicio y final, permiten reproducir un vínculo de extrema cercanía, en donde se jugarán sus anhelos y riesgos: el deseo de prolongarla, el temor a que un tercero la rompa, la gratitud de contar con la escucha de alguien que, sin embargo, uno no posee. A su vez, se jugarán los deseos y conflictos en torno a las separaciones: la pregunta por sentirse empequeñecido o poco relevante, dada la existencia de otras actividades en la mente de la persona importante; la competencia con aquellos que, según creemos, ocupan el lugar propio; el deseo de sentirse independiente para no verse inmerso en la marea afectiva del vínculo con otro.

El encuadre no hace más que condensar, en un elemento temporal y espacial, una serie de temas fundamentales del ser humano que pueden explorarse con sinceridad y seguridad. El deseo de regresar a una unión imaginada con el objeto primario no desaparece en el transcurso de la vida. Las relaciones de pareja, familiares y personales oscilan entre ambos polos.

 

 

 

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