Las pasiones humanas

Por Catherine Goetschy

Las pasiones han sido descritas como estados afectivos e intelectuales muy poderosos que llegan a dominar la vida mental por la intensidad de sus efectos o la permanencia de su acción. Diderot, el filósofo francés del siglo XVIII, decía que, si bien se atribuyen a las pasiones todas las penas y desdichas del ser humano, se olvida con frecuencia que son también la fuente de todos sus placeres. Notemos de entrada la presencia de un doble aspecto en la pasión. Por un lado, se vincula con lo que se tiene que aguantar y lo que se sufre a pesar nuestro, en conexión con la raíz latina passio, que significa sufrimiento. Por otro lado, en la pasión se ubica lo que le da “sal” a la vida, lo que nos entusiasma y mueve.

En el primer plano del lenguaje cotidiano, las pasiones se relacionan con el amor, el deseo, el enamoramiento, el erotismo y la sexualidad. Las relaciones con los que amamos están en el origen de una parte importante de nuestras preocupaciones, acciones, metas y vida. Asimismo, hay actividades que nos apasionan, ya sea que las practiquemos o que veamos a otros realizarlas; por ejemplo, el deporte, el juego y el arte. Cuando las cosas no salen como lo esperábamos, frente a las frustraciones, fracasos, injusticias y heridas narcisistas, o sea, lo que toca lo más profundo de nuestro ser, pueden aparecer otras pasiones, como el deseo de venganza, el odio, la necesidad de afirmarse y la vergüenza. Algunas pasiones se expresan a través de nuestra actividad intelectual y profesional: es la pasión por descubrir, conocer y trabajar, y en esa esfera la violencia también puede llegar a afectar el juicio tal como sucede en la intolerancia y el fanatismo, donde la pasión se vuelve excesiva y ciega.

No hay áreas o momentos de la existencia humana que no estén atravesados por la pasión. Incluso es muy probable que cada uno de nosotros haya experimentado varias de las mencionadas. Sin embargo, no conviene separar las pasiones en “buenas” y “malas”, donde las relacionadas con el amor son buenas mientras que las relacionadas con el odio son malas. Cuando el amor se vuelve obsesión, los celos exagerados y el afán de querer poseer al otro de manera exclusiva producirán consecuencias nefastas y sufrimiento. Lo mismo sucede con la imposición rígida de algunas ideas o doctrinas: en dosis pequeñas sirven, pero cuando se aplican hasta el extremo, se vuelven perjudiciales. Percatarse del odio permite corregir un daño; la vergüenza tiene una función útil para mantener la cohesión grupal y el lazo social. En otras palabras, son los excesos y desbordes pasionales los que dan lugar a la violencia y a la destrucción. En ocasiones, el problema se ubica en la ausencia de pasión: hay personas a quienes justo les hace falta el entusiasmo; nada las moviliza y sienten un aburrimiento generalizado en su vida.

Las pasiones nacen a partir de los primeros vínculos del bebé con la madre o cuidador primario, con el padre y, luego, con los hermanos. En la teoría psicoanalítica, Freud consideró como central en la estructuración del funcionamiento psíquico y la orientación del deseo humano algo que denominó complejo de Edipo. Se trata del conjunto de los deseos sexuales, amorosos y hostiles del niño y de la niña hacia ambos padres; es una de las manifestaciones de la noción de bisexualidad psíquica. Anhelan, por ejemplo, poseer a mamá de manera exclusiva mientras papá está ocupado en otra parte, o bien, reemplazar a mamá al lado de papá. Construyen fantasías en las que, algún día, se casarán con uno de sus progenitores, mientras que el otro no estará en escena. Asimismo, nacen sentimientos de amor y rivalidad entre hermanos para capturar la atención y el cariño de los padres. En el mismo periodo, los infantes tienen mucha curiosidad acerca de qué hacen los padres juntos en el dormitorio y de cómo nacen los bebés. El complejo de Edipo culmina entre los tres y los cinco años. Sin embargo, la satisfacción de los deseos incestuosos está siendo prohibida. Debido a la amenaza de un castigo (castración o pérdida de amor), el niño y la niña renuncian a sus deseos sexuales hacia los padres alrededor del sexto año de vida, a cambio de una identificación con ellos: es la famosa represión de la sexualidad infantil.

La situación edípica es, entonces, la matriz en la que se originan el deseo sexual, los celos, la rivalidad, el deseo de poseer de manera exclusiva, la desconfianza, la culpa, así como la pasión por investigar y conocer. Además, la relación triangular edípica en la que dos están juntos y un tercero excluido se repetirá a lo largo de la vida: niño-madre-hermano, niño-madre-trabajo, dos colegas de trabajo y su jefe, esposo-esposa-amante, etcétera.

Después de Freud se amplió la importancia atribuida al vínculo temprano entre la madre y el bebé. Se trata de un vínculo diádico —a diferencia de la estructura triangular propia del complejo de Edipo— muy intenso, porque madre y bebé son todo uno para el otro. La madre introduce al bebé al mundo de las pasiones a través de su propia pasión maternal. A partir de allí nace en el niño pequeño el amor de sí mismo, llamado narcisismo. Es una experiencia fundamental porque permite la separación y diferenciación primarias con el objeto mamá. Las vicisitudes de esa etapa temprana de la vida constituyen la cuna de otras pasiones, como los avatares del amor narcisista, la vergüenza, la rabia, el odio y la destructividad, tanto del otro como de sí mismo. Hablaremos más de ellas en el próximo artículo.

 

Referencias

Goetschy, C. (2018). El yo y el ello. La segunda tópica y sus desarrollos. México: Analytike Ediciones.

Mijolla, A. de. (2002). Dictionnaire international de la psychanalyse. París: Fayard/Pluriel.

                                  

 

 

 

 

 

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