El juego en el desarrollo infantil: una herramienta de evaluación

Por Mariana Hurtado

Si apelamos un momento a nuestra memoria, podremos darnos cuenta de que el juego es un elemento siempre presente en nuestra vida; recordemos a lo que jugábamos siendo niños: trazar con un gis los números en el suelo para jugar “avión”, construir casas con sillas y cobijas, hacer carreteritas para los coches, las muñecas, los almohadazos, las “traes”, serpientes y escaleras, fútbol… Miremos también aquellas cosas, que aun siendo adultos realizamos como juegos con las personas significativas de nuestro entorno cotidiano, quizá un chiste, un juego de palabras, de cartas o apuestas. Estas memorias serán en su mayoría agradables para cada uno de nosotros, lo cual sugiere la importancia de tales actividades en nuestro día a día, como elementos de goce y de placer.

Pero, ¿por qué los niños necesitan jugar y, si pudieran hacerlo, se dedicarían a ello prácticamente todo el día?, ¿qué consiguen mientras lo hacen? e inclusive, ¿por qué se dedican a veces incansablemente a cosas que para nuestros ojos no parecen tan amenas? Si bien sabemos que este tema ocupa un lugar importante en nuestra cotidianidad, lo cierto es que jugar es la actividad central de la infancia, pues participa en el desarrollo de la capacidad intelectual, de la creatividad y de la imaginación del individuo.

Mediante el juego se interactúa y convive, nos enseñamos a lidiar con las diferencias entre los semejantes y nosotros, ganamos control sobre nuestra voluntad al desarrollar la capacidad para tolerar la frustración, principio elemental para la convivencia, la negociación y el acuerdo con los demás, nos permite convertirnos en seres creativos y aprender a respetar las reglas. Además, es fundamental para el desarrollo afectivo: facilita la expresión de los estados emocionales, que en una persona adulta se manifiestan idealmente a través de la palabra. El juego brinda a los niños la posibilidad de elaborar aquellas experiencias traumáticas y dolorosas. Freud (1920) observó un juego con su nieto de apenas un año de edad –el juego del fort-da–, entonces descubrió que, por medio de la actividad lúdica, el niño puede vivir de manera activa, aquello que vivió pasivamente y que tal vez resultó doloroso para su mente. Por ejemplo, un pequeño es llevado por sus padres al doctor y contra su voluntad le inyectan unas vacunas, por la tarde, ya de nuevo en casa, el niño toma un tubo y simula inyectar a su dinosaurio favorito; hacerla de doctor le permite reproducir un evento impresionante, elaborarlo al actuar activamente con su muñeco, que ahora recibe esa inyección que al él le dolió en la mañana.

Es interesante pensar que el juego es una característica universal para los seres humanos, no se necesita un mismo idioma para que dos niños de distintos universos geográficos entiendan lo que se hace con una pelota o una muñeca. Sin embargo, la fantasía que envuelve al juego de cada pequeño será única y exclusiva, pues es su vivencia interna la que está reflejada en tal acción. Por ello bien podríamos afirmar que cuando hay dos niños jugando, se encuentran dos universos expresando algo.

Inspirada en las propuestas freudianas, M. Klein (1955), creadora de la terapia de juego infantil, observó que los niños plasman en el juego sus fantasías, sus pensamientos y sus afectos más profundos. Esta autora tomó en cuenta la ilimitada variedad de situaciones emocionales se expresan a través de las actividades lúdicas, por ejemplo: sentimientos de frustración o de rechazo, celos del padre, la madre o de los hermanos y hermanas, la agresión que acompaña los celos, diversas sensaciones de amor, odio, ansiedad y culpa, que se entremezclan unos con otros. Klein considera que el niño intenta obtener un dominio sobre los conflictos generados en su interior, pero también desea controlar aquellos que provienen de la realidad externa. Desde su perspectiva, el juego es importante porque impulsa al sujeto a construir y acrecentar su capacidad de autonomía, autoconfianza, socialización y trabajo.

Winnicott, alrededor de los años setenta, sostiene que el juego ayuda a desarrollar la autonomía del niño en su relación con los demás, piensa que la excitación del juego no está asociada principalmente con expresiones displacenteras, sino que las sensaciones placenteras se encuentran igualmente presentes. Los primeros juegos de un bebé serán las bases de otros posteriores, en solitario o acompañado, con los cuales podrá crear o recrear el mundo donde se encuentra oscilando entre fantasía y realidad. La capacidad para jugar tendrá repercusión a lo largo de la vida junto con otras experiencias artísticas, religiosas, imaginativas y de creación científica.

No importando si nos encontramos en el patio de un colegio o dentro del consultorio de terapia infantil, es fundamental que, como maestros o terapeutas, rescatemos la importancia comunicativa del juego, pues gracias a él nos será posible evaluar muchos aspectos de la vida mental del niño, entre los que podemos destacar su capacidad de perseverancia o de tolerancia a la frustración, su facultad imaginativa y creativa, la plasticidad o la rigidez de su pensamiento, la riqueza expresiva que ha desarrollado, así como su capacidad simbólica y motriz, mediante la observación de los tipos de juego que elige, sus actitudes, el cuidado que tiene con sus juguetes o la facilidad que posee para el intercambio e interacción consigo mismo y con aquellos que le rodean.

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