“Conducta social y cuestiones sociales”: Ayuda

Resumen del Capítulo “Conducta social y cuestiones sociales”, libro Introducción a la psicología.

 

AYUDA

Las personas tienden a ayudarse entre sí, especialmente cuando están de buen ánimo, pero factores emocionales y sociales influyen en esta conducta. Se ha visto que la felicidad favorece conductas altruistas, mientras que la tristeza puede inhibir o motivar la ayuda según el contexto. Incluso las noticias buenas o malas influyen en la disposición a ayudar, mostrando cómo los estados emocionales y percepciones sociales afectan la conducta prosocial. Se ha demostrado que las personas son más cooperativas o caritativas cuando escuchan noticias referentes a amabilidad; por otro lado, las noticias crueles perturban y enajenan a las personas.

El impulso a ayudar varía según el género y las circunstancias: los hombres tienden a intervenir más en situaciones que requieren ayuda, mientras que las mujeres lo hacen menos en contextos de peligro. Además, las condiciones sociales influyen notablemente en la disposición a brindar ayuda. Se ha estudiado cómo la presencia de otros testigos en un accidente reduce la probabilidad de que alguien ayude, fenómeno conocido como difusión de la responsabilidad. Cuando una persona cree estar sola ante una emergencia, tiende a actuar más rápido que si cree que hay otros presentes. También influyen el temor al ridículo y la claridad de la situación: cuanto más ambigua, menos probable es que se intervenga.

El comportamiento de ayuda y agresión está influido por factores como el anonimato, la empatía y la percepción social. Sentirse anónimo puede aumentar la agresión, mientras que ser reconocido o enfocarse en la propia identidad incrementa la probabilidad de ayudar, en parte por el deseo de mantener una buena imagen. Las personas ayudan más cuando sienten empatía, solidaridad o angustia ante el sufrimiento ajeno, y también si perciben que la víctima merece ayuda, como en el caso de mujeres o personas enfermas. El acto de ayudar puede verse como una evaluación de costos y beneficios, en el que intervienen normas sociales, emociones y recompensas personales como autoestima o aprobación social.

La probabilidad de ayudar aumenta con la empatía, como ocurre en situaciones de urgencia en las que predomina la solidaridad y la preocupación por el otro, dejando de lado la autoconciencia. Sin embargo, algunas personas adoptan una perspectiva más egocéntrica, pues analizan los costos y beneficios del auxilio. Las normas sociales también influyen al promover la ayuda, al igual que el deseo de reducir la propia incomodidad frente al sufrimiento ajeno. Además, proveer ayuda puede traer beneficios personales como autoestima o favores, por lo que tienden a compararse los riesgos con las posibles recompensas.

El acatamiento describe el cambio de conducta o creencias motivado por la presión (real o imaginaria) del grupo; puede manifestarse como conformidad pública con o sin aceptación interna, o bien como resistencia externa con o sin acuerdo íntimo. Cada grupo impone normas propias y la respuesta individual oscila entre cuatro opciones: obedecer y coincidir, obedecer sin convencerse, discrepar externamente aunque se desee obedecer, o mantener independencia total. Conformarse no es intrínsecamente bueno ni malo; su valor depende de las consecuencias, pues seguir normas crueles puede ser destructivo y desobedecer reglas compartidas (como manejar en sentido contrario) también puede resultar perjudicial.

Se obedece sobre todo cuando el grupo posee poder de vigilancia y castigo, es cohesivo y numéricamente dominante. Este “acatamiento normativo” busca evitar rechazo y ganar aprobación. También surge la “conformidad informacional”, típica de tareas ambiguas o cuando la gente se siente menos competente que sus compañeros, confiando en el juicio colectivo para ser más precisa. El estatus influye: quienes ocupan posiciones intermedias, con mucho que ganar o perder, son los que más suelen ceder. Por su parte, las minorías convencen cuando son pequeñas, consistentes y seguras, o cuando incluyen a alguien que antes pensaba como la mayoría; aunque no siempre cambian votos, pueden impulsar un análisis más profundo del problema.

La obediencia implica ceder el juicio propio ante la autoridad, motivada por la búsqueda de recompensas o el temor a castigos. Se inculca desde la infancia y mantiene el orden social, pero puede caer en un discurso peligroso si se practica sin cuestionamiento, como ocurrió en la Alemania nazi. La investigación clásica de Stanley Milgram en los años 60 demostró que personas comunes, al seguir instrucciones de una figura de autoridad, podían aplicar lo que creían eran choques eléctricos dolorosos a otro individuo. Este experimento reveló cómo la presión de la autoridad puede llevar a individuos a actuar en contra de su conciencia moral.

En el experimento de Milgram, los participantes, cuando actuaban como instructores, administraban supuestos choques eléctricos cada vez más intensos a un aprendiz que fingía dolor. A pesar de las protestas y el aparente sufrimiento, casi el 65 % de los sujetos obedecían hasta el final, llegando a aplicar el nivel máximo de 450 voltios. Esta obediencia no se debió a recompensas ni amenazas, sino a la presión de una figura de autoridad, el prestigio del entorno, y la internalización social de que las órdenes deben seguirse. Milgram concluyó que muchas personas obedecen por lealtad, deber o deseo de evitar conflictos, por lo que despersonalizaban sus acciones y dejan la responsabilidad en manos de la autoridad. Este patrón también aparece en situaciones reales de obediencia destructiva.

La obediencia, al igual que la conformidad, depende de ciertas condiciones clave: (1) la cercanía a la autoridad, ya que mientras más próxima esté, mayor es la intimidación y, por lo tanto, la obediencia; (2) la cercanía de la víctima, pues los participantes son más propensos a aplicar castigos cuando no ven directamente a quien los recibe; (3) la difusión de la responsabilidad, ya que si pueden atribuir sus acciones a otro, obedecen con mayor facilidad; (4) la presencia de un modelo desobediente, que reduce la obediencia en las personas que rodean al desobediente; y (5) las actitudes autoritarias, comunes en quienes siguen órdenes sin cuestionarlas. Aunque el experimento de Milgram generó gran angustia en los participantes, fue defendido éticamente por el valor de su contribución: demostró la facilidad con la que las personas pueden someterse a figuras de autoridad, incluso a costa de sus principios morales. Esto creó una mayor conciencia crítica sobre los riesgos de la obediencia ciega.

Las actitudes son juicios aprendidos sobre objetos o situaciones de significado social. Éstos engloban creencias, valoraciones emocionales y una disposición a actuar. Por ejemplo, frente a la cohabitación uno puede creer que favorece conocer mejor a la pareja (componente cognitivo), sentirla moralmente correcta o incorrecta (afectivo) y, en consecuencia, buscar o evitar vivir juntos (conductual). Cuando esas creencias sobre personas o grupos se simplifican y se vuelven rígidas surgen los estereotipos: atajos mentales útiles para orientarse rápido, pero peligrosos si se olvidan sus limitaciones y se aplican indiscriminadamente. El prejuicio implica una carga afectiva negativa (o positiva) exagerada hacia un colectivo y, cuando se traduce en actos, deriva en discriminación, juzgando a individuos por pertenencia grupal más que por sus méritos.

Las actitudes, estereotipos y prejuicios influyen en gran medida en la conducta. Desde temprana edad, las personas tienden a categorizarse en grupos de pertenencia (“nosotros”) y grupos ajenos (“ellos”), asignando cualidades positivas a los propios y negativas a los otros, lo que refuerza la autoestima. Esta distinción lleva a la asimilación de similitudes dentro del grupo y al contraste con los extraños. Los estereotipos tienden a simplificar y generalizar la conducta de un miembro del grupo externo a todo el colectivo, mientras que se percibe más diversidad dentro del grupo propio. Además, los estereotipos suelen perpetuarse: las expectativas moldean la interacción social y provocan respuestas que confirman lo anticipado, como demostró Snyder al mostrar que los hombres trataban de forma diferente a mujeres dependiendo de su supuesta apariencia, lo cual influía en la conducta de ellas. Así, los estereotipos actúan como esquemas cognitivos que distorsionan la percepción, el recuerdo y las relaciones sociales, lo cual refuerza su permanencia.

Las personas intentan cambiar las actitudes de los demás con frecuencia, y este proceso puede seguir dos rutas: una cognitiva, en la que se analiza racionalmente el contenido del mensaje y se comparan argumentos a favor o en contra, generando cambios duraderos; y otra emocional, basada en la presión o recompensa, que suele producir cambios temporales. La eficacia de la persuasión depende de varios factores, como la fuente del mensaje, que debe parecer experta, similar al público, atractiva y sin intereses sospechosos. Además, la claridad del contenido, el uso de argumentos lógicos y la inclusión de contraargumentos fortalecen el impacto del mensaje. Con el tiempo, incluso mensajes poco creíbles pueden ganar fuerza, un fenómeno conocido como “efecto del dormilón”.

Los mensajes persuasivos son más eficaces cuando combinan claridad argumentativa y apelaciones emocionales adaptadas a la audiencia. La lógica explícita ayuda en temas complejos, sobre todo si se incluyen y refutan contraargumentos, mientras que asociar el mensaje con estímulos agradables o con miedo moderado potencia su impacto afectivo. La credibilidad de la fuente (pericia, similitud y atractivo) resulta crucial cuando el público no quiere profundizar; con el tiempo, incluso fuentes inicialmente poco fiables pueden volverse influyentes (efecto del dormilón). Para audiencias hostiles, los cambios graduales y el compromiso personal, por ejemplo, alinear la nueva actitud con un grupo de referencia o pedir pequeñas acciones públicas que conduzcan a otras mayores (técnica del “pie en la puerta”), facilitan la aceptación. Así, la persuasión se sostiene en equilibrar razón, emoción y estrategias de implicación progresiva.

La teoría de la disonancia cognoscitiva plantea que cuando las acciones de una persona contradicen sus ideas, surge una incomodidad que puede llevarla a cambiar su actitud o comportamiento para recuperar la coherencia interna. Además, la personalidad influye en la persuasión: quienes tienen baja autoestima tienden a ser más influenciables en contextos complejos. Sin embargo, los intentos de cambiar opiniones pueden fracasar e incluso generar el efecto contrario. Si las personas perciben que su libertad está siendo restringida (por amenazas o presión), pueden desarrollar una actitud aún más opuesta, como forma de reafirmar su autonomía. Esto se conoce como sobrecompensación psicológica y explica por qué la “psicología contraria” a veces funciona.

 

Referencias:

Davidoff, L. (1989). Conducta social y cuestiones sociales. Introducción a la psicología. (pp. 645-682). McGraw-Hill.

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