¿Cómo escuchar a tu hijo adolescente más allá de lo que dice?
Por María Fernanda Mendoza Luna
A veces, los adolescentes parecen cerrados a cualquier intento de escucha. Lo que dicen suena desafiante, lejano o incluso agresivo. No obstante, si se afina la escucha, quizá sea posible percibir que detrás de esas formas hay algo que duele, que desconcierta y que no puede ser verbalizado. Tal vez algo que no saben cómo expresar, ¡o que ni siquiera saben que sienten! Escuchar, entonces, no es sólo prestar atención a las palabras, sino abrir un espacio donde el malestar pueda tener lugar, ser sostenido, acompañado y, eventualmente, puesto en palabras.
Como señalan Aberastury y Knobel (2010), la adolescencia conlleva la pérdida de tres referentes que sostenían la experiencia infantil: el cuerpo —que ya no obedece como antes, se transforma, sangra, incomoda—; la identidad —hasta entonces relativamente definida, sostenida en etiquetas familiares como “el bien portado”, “la obediente”, “el de diez”—; y la imagen de los padres —figuras antes omnipotentes, ahora percibidas con fisuras, contradicciones y límites. Estos duelos no se transitan en silencio: duelen, desconciertan, y exigen una reorganización interna profunda. Lo que antes brindaba seguridad se desvanece; lo nuevo aún no toma forma. De ahí la confusión, la ambivalencia y los actos que desbordan las palabras. Son manifestaciones de un trabajo psíquico arduo, pero necesario, para crecer.
Escuchar en esta etapa exige una disposición distinta. Como plantea Puig (2011), muchas veces el sufrimiento del adolescente no puede ser nombrado; entonces, se actúa. Aparecen formas de expresión que parecen absurdas o excesivas, pero que comunican un estado interno complejo. En la vida cotidiana, pueden surgir formas que desconciertan: silencios prolongados, cambios repentinos de humor, reacciones desproporcionadas ante situaciones menores. A veces, una pregunta tan simple como “¿Cómo estás?” se contesta con sarcasmo o irritación: “¿Ah, desde cuándo te importa saber cómo estoy o cómo me va?”. Un gesto de cercanía puede recibirse con frialdad o desdén.
Estos comportamientos no son aleatorios; expresan un estado interno que aún no puede ser elaborado ni nombrado. El despertar de la sexualidad suele generar sensaciones contradictorias: deseo, vergüenza, confusión, y a veces una mezcla entre atracción y rechazo que el adolescente no logra entender del todo. Esto puede dar lugar a formas de protección que surgen sin que el adolescente sea plenamente consciente de ellas. No siempre sabe qué le pasa, pero lo expresa de muchas maneras.
Adler (2008) apunta que una de las grandes dificultades actuales es que muchos adultos han perdido su lugar simbólico. Padres desbordados, agotados o inseguros que ceden su función contenedora y se sitúan como pares. Esto deja al adolescente sin un punto de referencia. Escuchar, en este contexto, requiere recuperar cierta firmeza: no desde la rigidez, sino desde una disposición emocional que pueda sostener. Es fundamental poder poner un límite sin resentimiento, ofrecer afecto sin desbordarse, acompañar sin invadir. A veces, esto se juega en lo cotidiano: por ejemplo, cuando una madre o un padre, frente a un portazo o con una mala contestación, puede decir: “No está bien que me hables así, pero aquí estoy si quieres hablar después”. No se trata de saber todo lo que le pasa al hijo, sino de estar ahí incluso cuando él o ella no sabe qué le pasa. A veces, eso basta: que haya alguien que no se descomponga, que no se retire ni reaccione con dureza frente a lo que emerge.
La adolescencia no sólo transforma al hijo; también interroga el lugar del adulto. Cuestiona la forma en que se ejerce la cercanía, la autoridad y el cuidado. Pone a prueba la función parental, que muchas veces se ve desbordada o desplazada, y que necesita reacomodarse frente a lo nuevo que emerge. Es una etapa en la que el vínculo se modifica. Se alejan los cuerpos, pero no necesariamente los afectos.
Escuchar más allá de lo que se dice es aceptar que el hijo no es el mismo que fue, que está en búsqueda, que se va. Y que ese movimiento no es personal ni contra uno, sino hacia sí mismo. La escucha, entonces, no es un acto pasivo, sino una forma de presencia. Una forma de decir: “Aquí estoy, aunque no sepas qué decirme. Aunque me rechaces, aunque no quieras hablar. Aquí estoy”.
Referencias:
Aberastury, A., & Knobel, M. (2010). La adolescencia normal: Un enfoque psicoanalítico (20.ª ed.). Ediciones Paidós.
Adler, E. (2008). La práctica clínica con adolescentes. En V Congreso de la Asociación Psicoanalítica del Uruguay. Montevideo, Uruguay.
Puig, M. (2011). El adolescente: su mente y sus motivaciones. En G. Espíndola, E. Ortiz, A. Toledo, G. Turrent, & N. Bleichmar (Eds.), Lo psíquico: fantasía, fantasma y realidad (pp. 237–242). Instituto Universitario Eleia.


