Emociones y adaptación: Ira y agresión

 

La ira se define como la experiencia de intensos sentimientos de desagrado, que surgen a partir de males reales o imaginados. Por otro lado, la agresión es un acto dirigido a lastimar o dañar a una víctima.

James Averill investigó la manera en que las personas manejan la ira en su vida diaria, por lo que llevó a cabo experimentos en los que adultos y adolescentes universitarios llevaban diarios en los que detallaban incidentes que les molestaban o enojaban. Estos sucesos se calificaban como de intensidad leve a moderada a lo largo de la semana.

Sin embargo, la expresión de la ira era distinta entre los participantes, ya que muchos comunicaban su deseo de agredir, ya fuera de manera directa o indirecta. La forma de calmar la ira consistía en realizar actividades tranquilizantes o hablar sobre la situación con alguien que tuviera una posición neutral. Pocos de ellos llegaban a cometer alguna agresión física, aunque sí realizaban actos simbólicos o verbales.

Las reacciones más comunes después de manifestar ira eran sentimientos desagradables, como irritabilidad, hostilidad, molestia, depresión, infelicidad, ansiedad, pena y culpa. Los sentimientos agradables, a pesar de ser menos frecuentes, que llegaron a experimentarse eran el alivio o el triunfo.

Aunque la ira se relaciona con la hostilidad, muchas veces también conlleva una disculpa. Algunas personas incluso veían la ira como algo que podía conducir a consecuencias favorables, como una mejora en la conducta, un incremento en la comprensión o el fortalecimiento de las relaciones.

La frustración y el dolor son dos factores que conducen a la ira y la agresión. La frustración ocurre cuando un obstáculo impide que se cumpla una meta, necesidad o expectativa. La frustración lleva a la ira, y esta puede derivar en agresión. Entre las actitudes que causan frustración están “la violación de las expectativas o derechos personales, conducta no aceptable a nivel social, negligencia o descuido, falta de previsión y daño al orgullo y autoestima personal” (p. 385).

Hay eventos frustrantes que no conducen a la ira, como aquellos de naturaleza inevitable, justificable o aleatoria, que no provocan dicha emoción. Lo mismo ocurre con sucesos mitigantes, como cuando una persona está molesta debido a la tensión que le causa un examen; en estos casos, es menos probable que un tercero se enoje con ella.

Algunos psicólogos consideran que el aburrimiento, al ser una forma de frustración, puede ser causa de conductas violentas como la delincuencia o el terrorismo, ya que las personas con vidas vacías buscan un propósito o algún tipo de estimulación. El conflicto también genera frustración, y muchas agresiones graves ocurren durante discusiones entre conocidos o amigos. De forma similar, el dolor físico o mental puede provocar agresión, ya sea como reflejo en animales o como una mayor predisposición a la agresión en humanos.

La agresión refleja tiene dos componentes: el defensivo, que busca eliminar estímulos nocivos para aumentar la supervivencia, y el ofensivo, que implica la intención de atacar. Las personas deprimidas, por ejemplo, tienden a volverse más hostiles y a estar más predispuestas a reaccionar violentamente.

La ira y la agresión no siempre están conectadas; un individuo puede estar enojado sin actuar agresivamente, y viceversa. La agresión también puede darse a partir de incentivos como la obediencia, la presión social, el prestigio dentro de bandas delictivas o el dinero. En contextos como la guerra o la delincuencia, estos factores pueden fomentar conductas violentas incluso sin una emoción de ira directa.

Se han explorado las causas emocionales y motivacionales de la agresión; sin embargo, se han propuesto influencias biológicas. Freud y Lorenz argumentaban que los humanos poseen instintos agresivos innatos que, si no se liberan, pueden acumularse y explotar en violencia. Esta perspectiva es polémica, ya que no hay evidencia concluyente de que la agresión surja de forma espontánea. Se ha sugerido que incluso los animales requieren estimulación externa para volverse agresivos, lo que indica que el entorno influye de manera significativa en estas conductas. A pesar de que ciertos comportamientos agresivos en animales parecen innatos, están fuertemente influenciados por la experiencia. Aunque no se ha comprobado la existencia de instintos agresivos, los animales tienen una base biológica que los prepara para aprender a agredir.

Moyer comenta que distintos circuitos neuronales controlan diferentes tipos de agresión, y su activación depende del umbral de estimulación del cerebro. Según Moyer, tres factores influyen en el umbral de agresión: la herencia; los sistemas cerebrales involucrados; y la química sanguínea y cerebral. Además, sistemas cerebrales no directamente relacionados con la agresión pueden amplificarla o inhibirla; por ejemplo, la estimulación de zonas asociadas con el placer puede reducir la agresividad.

La agresión puede estar influida por factores hormonales y químicos. Un aumento prenatal de testosterona puede hacer que los niños sean más agresivos; el alcohol también eleva la agresividad al alterar niveles hormonales. Las hormonas pueden actuar directamente sobre el umbral de agresión o indirectamente al afectar características físicas como tamaño o fuerza. Además, ciertos neurotransmisores están relacionados con la agresión, y su equilibrio puede verse afectado por factores como los hábitos alimenticios, las enfermedades, las toxinas o las drogas, vinculando incluso el consumo de comida chatarra o deficiencias vitamínicas con conductas agresivas.

Las influencias ambientales influyen en la agresión humana. Las normas sociales varían: en algunas culturas, se justifica la violencia en múltiples contextos, mientras que en otras, como entre los Semais de Malasia o los huteritas de Montana, se fomenta el autocontrol y la no violencia. En el contexto familiar, los niños aprenden agresión observando a padres violentos o siendo víctimas de rechazo, castigos severos o negligencia. Además, la exposición constante a violencia en medios, como la televisión, refuerza estas conductas, especialmente si está respaldada por figuras cercanas. Por último, la frustración y el fracaso escolar también pueden contribuir a comportamientos agresivos.

Ciertas condiciones sociales como el anonimato, la disponibilidad de armas y la pobreza aumentan la probabilidad de agresión. En las ciudades, el exceso de estímulos lleva a las personas a actuar de forma impersonal y a sentirse anónimas, lo cual disminuye la adhesión a normas sociales y favorece conductas agresivas. Las armas pueden incitar la violencia, incluso sin que exista enojo previo.

 

Referencias:

Davidoff, L. (1989). Ira y agresión. Introducción a la psicología. (pp. 384-393). McGraw-Hill.

 

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