La tristeza: una indagación psicoanalítica

Por Karina Velasco Cota

Cada lágrima enseña a los mortales una verdad.

Niccolò Ugo Foscolo, Epistolario.

Carlos acude a mi consultorio frustrado y desesperado por aliviar su situación actual. Desde hace meses ha venido pasándola bastante mal, está triste, se siente apático ante cualquier actividad ‒incluso aquellas que antes le entusiasmaban‒, a momentos siente ganas de llorar sin razón alguna, está inapetente, por las noches no logra conciliar el sueño mientras que por las mañanas no tiene deseos de comenzar el día y no logra concentrarse en su trabajo. Presenta lo que desde la psiquiatría conocemos como un episodio depresivo y, sin duda, es susceptible de ser tratado médica y psicoterapéuticamente. Pero, ¿es lo mismo estar deprimido que estar triste?

Con frecuencia en nuestra vida diaria usamos ambas expresiones de manera indistinta para referirnos a un estado de ánimo de pesadumbre y desinterés, incómodo y doloroso, la mayoría de las veces. Sin embargo, son términos entre los que existen diferencias significativas.

La tristeza es una emoción, un afecto universal como lo son también la alegría, el enojo, el miedo y se caracteriza por una sensación anímica de sufrimiento, desgano e insatisfacción. Solemos identificar con cierta precisión el acontecimiento que desencadenó nuestra tristeza, puede ser la ruptura con la pareja, la pérdida de un ser querido, la aparición de una enfermedad, una situación económica desfavorable y, en general, cualquier situación relacionada con una pérdida concreta o abstracta.

La depresión, por otro lado, es un padecimiento, un trastorno que define un cuadro sintomatológico específico que irrumpe en la vida diaria como una limitación y una traba importante en la consecución de aquello que consideramos nuestros planes, objetivos o metas. Es decir, nuestra vida social, afectiva y laboral se ven ampliamente afectadas. En estos casos es frecuente que la tristeza aparezca aparentemente “de la nada” y sin un evento externo que la explique, justo como en el caso de Carlos. O bien, aunque se pueda identificar la causa detonante, dicha tristeza ha adquirido cronicidad, es decir, han pasado cinco o diez años después del suceso que la desencadenó y el abatimiento sigue sintiéndose como si en realidad no hubiera pasado el tiempo.

Cuando usamos los términos “tristeza” y “depresión” como sinónimos estamos confundiendo un afecto con una afección. Esta confusión ha tenido sus consecuencias, una de ellas es la connotación negativa que solemos darle al hecho de sentirnos tristes. Generalmente estamos dispuestos a hacer casi cualquier cosa para deshacernos de la incomodidad que nos provoca sentirnos tristes y caemos en el error de concebir la tristeza como una gripa a curar, un cáncer que extirpar o un demonio por exorcizar. Sin embargo, lo que nos enseña el psicoanálisis en primera instancia es precisamente la posibilidad de delimitar el terreno entre la tristeza como una emoción natural, universal e incluso benéfica para el psiquismo, y el estar triste como la expresión de un funcionamiento mental propiamente patológico.

En 1917 con la publicación de su artículo Duelo y Melancolía, Sigmund Freud inauguró un fructífero camino en la comprensión de nuestra reacción ante las pérdidas, y planteó las convergencias y divergencias entre un estado de tristeza natural y necesario como parte de un trabajo de duelo, y una reacción más bien patológica y crónica como la melancolía. En ambas situaciones se experimenta pesadumbre, desgano, desesperanza, desinterés por el mundo y por los demás. No obstante, en el duelo este estado va disminuyendo poco a poco, haciéndose cada vez menos agudo y más llevadero, mientras que en la melancolía no sólo es inquebrantable sino que además hay un deterioro del sentido y el valor de sí mismo.

María, por ejemplo, dice sentirse profundamente triste y no haber podido superar la muerte de su esposo a pesar de los años transcurridos. No comprende cómo “un intelectual tan prolífico y un ser tan extraordinario” pudo haber corrido con tal suerte cuando hay gente ‒como ella misma‒, que no aporta nada de valor a la humanidad, concluyendo que debió haber sido ella quien muriera en su lugar.

Freud advierte que en la melancolía el sentimiento de pérdida está íntimamente ligado a un empobrecimiento del yo, debido a la relación narcisista y ambivalente que se tiene con el objeto que se ha perdido. María aparentemente vivía a su esposo como una extensión de sí misma que la proveía de importancia y credibilidad, quizá también sentía envidia hacia él por el éxito que había alcanzado o enojo por el tiempo que su carrera le demandaba manteniéndolo distanciado de ella, de manera que al perderlo todas esas emociones encontradas se volcaron sobre sí misma casi a manera de castigo. No fue ella quien murió pero en el fondo siente, piensa y actúa como si no mereciera vivir.

Mientras que para Carlos estar triste es una molestia que le provoca inquietud, para María es una forma de ser y de vivir que incluso parece molestarle más a sus hijos que a ella misma, es decir, su particular forma de estar triste nos revela una estructura mental melancólica.

No obstante, Freud no fue el único en adentrarse en la cuestión de la tristeza, el duelo y la melancolía. Melanie Klein trazaría un nuevo terreno en la comprensión de los estados depresivos a través de toda su obra, ejemplo de ello son sus artículos Contribución a la psicogénesis de los estados maniaco-depresivos (1935), El duelo y su relación con los estados maníaco-depresivos (1940), entre otros. Para esta autora tanto el duelo normal como el patológico remiten a la experiencia temprana de haber perdido aquel primer objeto fuente de amor, bondad y seguridad (el pecho de la madre) como resultado de la propia voracidad y los impulsos destructivos. Lo que determina el desenlace normal o patológico de la experiencia de duelo es la cualidad y la intensidad de las defensas así como los recursos con los que se afronte dicha vivencia.

Mientras que en el duelo normal la persona es capaz de conservar los objetos buenos y amados, en el duelo patológico la persona fracasa en dicho empeño quedando a merced de angustias intensas de naturaleza predominantemente persecutoria, de las cuales únicamente puede defenderse a través de mecanismos defensivos omnipotentes y violentos. Frente a la ruptura con su pareja, una persona podría experimentar una sensación de victoria glorificando la filosofía de que la soltería es lo mejor que pudo haberle pasado, mientras que otra podría estar profundamente convencida de que la pareja no podrá ser feliz con alguien más y que eventualmente regresará. En ambos ejemplos la devaluación y el control sobre el otro no permiten que el individuo pueda valorar aquella persona como un objeto de amor y mucho menos experimentar gratitud por aquello que pudo aportar a su vida. Las defensas en este caso están al servicio de proteger al yo de la inminente experiencia de tristeza y dolor psíquico que conlleva la pérdida del objeto amado, así como evitar y negar la dependencia hacia dicho objeto, entorpeciendo así el trabajo de duelo, la relación con la realidad y la reconstrucción del mundo interno.

Klein sostiene, al igual que otros autores como Wilfred Bion y Donald Meltzer, que experimentar ansiedades depresivas, sentimientos de pena y dolor por el otro es parte fundamental de la integración, del desarrollo y el crecimiento mental. Los sentimientos de tristeza sólo pueden originarse cuando uno consigue valorar aquello que se perdió, cuando uno es capaz de asumir la responsabilidad que nos concierne y cuando uno puede vivir al otro diferenciado de uno mismo y es sólo a partir de este reconocimiento que podemos emprender un trabajo de reparación, es decir, darnos a la ardua tarea de restablecer y dignificar en nuestra mente los objetos buenos fuentes de confianza, seguridad y amor.

¿Será, entonces, que la tristeza en cierto grado y en circunstancias determinadas no sólo es ineludible sino necesaria y hasta deseable?

Existen otros autores y diferentes perspectivas teóricas que por ahora exceden los límites de este artículo. Sin embargo, el consenso psicoanalítico apuesta por la concepción de la tristeza como un afecto complejo, con distintas vertientes que pueden ir desde lo enriquecedor hasta lo más patológico, y que entraña en sí misma diversos significados, aspectos de nuestra personalidad, de cómo enfrentamos la vida, cómo lidiamos con nuestros conflictos, cómo nos percibimos a nosotros mismos y cómo entendemos nuestros vínculos.

Al final de nuestro encuentro, Carlos pregunta cuánto tiempo le tomará “regresar a la normalidad” si es que decide iniciar un tratamiento conmigo, ya que su desarrollo profesional le exige una pronta mejoría. No sorprende que aquellos tratamientos en el pasado –incluso el psiquiátrico‒ le hayan parecido infructuosos.

El psicoanálisis antepone la comprensión aguda por encima de un alivio exprés. No basta con suprimir los sentimientos dolorosos, sino emprender una exploración interna. ¿Cuál es realmente la pérdida que resentimos?, ¿quiénes somos cuándo nos dolemos de algo?, ¿cómo reaccionamos frente al dolor psíquico?

Sentirnos tristes y abatidos denota una situación interna, un trabajo psíquico susceptible de ser analizado, comprendido y, entonces, elaborado en el marco de un proceso y un vínculo terapéutico. Si pudiéramos parar un momento y darle un espacio a la reflexión, quizá nos encontraríamos en la posibilidad de explorar todos esos significados y descubrirnos a nosotros mismos en ellos.

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