El papel oculto de la agresión en la construcción del mundo interno
Por Mayte De Atela
El primer grito de un recién nacido es recibido con alivio y emoción: es la señal de que ha llegado al mundo con vitalidad. Nadie dudaría de que ese sonido es signo de vida, pero rara vez se piensa en él como una expresión de agresión. Sin embargo, lo es. En ese grito hay una exigencia, una ruptura, una necesidad de ser atendido. Desde el comienzo, la agresión forma parte del desarrollo humano, no sólo como un impulso destructivo, sino también como un motor psíquico que busca la satisfacción del deseo.
Solemos pensar en la agresión como algo dañino, una fuerza meramente negativa. Aunque en su forma desbordada puede serlo, también cumple una función esencial en la estructuración del psiquismo. El psicoanálisis ha estudiado en detalle el desarrollo psíquico, mostrando cómo la agresión, lejos de ser únicamente una amenaza, puede convertirse en un motor para la simbolización, el pensamiento y la construcción del mundo interno.
Desde sus inicios, Freud estudió las pulsiones y la fuerza del ello, que se empeña en buscar una satisfacción inmediata. Con el tiempo, fue desarrollando distintas ideas en torno a las pulsiones, concluyendo que existen dos fuerzas intrínsecamente ligadas y en lucha constante: Eros (pulsión de vida) y Tanatos (pulsión de muerte). En Más allá del principio del placer (1920/1981a), Freud plantea que el proceso vital implica la interacción entre las pulsiones, las cuales se fusionan y se separan continuamente. En este marco, la pulsión de muerte, aunque originalmente dirigida hacia el sujeto mismo, puede ser desviada por la pulsión de vida, manifestándose como una fuerza destructiva dirigida hacia el mundo exterior. De este modo, aunque la agresión es una manifestación de la pulsión de muerte, cuando se expresa en la relación con los objetos adquiere un dinamismo transformador.
En este mismo texto, Freud expone que las pulsiones de vida y de muerte no existen de manera completamente separada, sino que están entrelazadas en diferentes grados dentro de la psique. Así, ambas pulsiones coexisten y se combinan, lo que impide que no puedan ser completamente aisladas o diferenciadas. Es precisamente esta interacción la que permite que la agresión, lejos de ser únicamente destructiva, se convierta en un motor psíquico, contribuyendo a la diferenciación del sujeto y, por lo tanto, a la construcción del yo.
En El malestar en la cultura (1930/1981b), Freud describe la agresividad como un impulso humano natural y constitutivo. En su análisis, resalta que, si no es elaborada, la agresión puede resultar destructiva. Es en este punto en el que la cultura juega un papel fundamental, ya que, a través de normas y restricciones, busca contener y canalizar la agresión, transformándola en formas de convivencia socialmente aceptables.
Siguiendo las ideas de Freud, Melanie Klein amplía nuestra comprensión de la agresión en Notas sobre algunos mecanismos esquizoparanoides (1946). En éste, escribe cómo la proyección y la escisión desempeñan un papel central en los primeros años de vida. Según Klein, en un intento de proteger los objetos buenos, el bebé expulsa sus impulsos destructivos hacia el exterior. Así, la agresión no sólo representa una amenaza para la cohesión del yo, sino que, de manera paradójica, también es lo que permite su integración y desarrollo. Sin embargo, para que este proceso de integración se realice de manera efectiva y la agresión sirva como motor psíquico, es necesario un componente de gratitud, que permita transformar esa agresividad en formas más constructivas.
Por su parte, Bion (1962) desarrolla una perspectiva en la que la agresión, lejos de ser simplemente un problema, puede transformarse en pensamiento a través de la función alfa.
Para él, la mente no nace con la capacidad de pensar, sino que esta debe desarrollarse en el vínculo con un otro capaz de recibir, contener y transformar las emociones primitivas del bebé. En este sentido, la madre o el analista, a través de la función de continente, pueden metabolizar las experiencias emocionales caóticas, incluyendo la agresión, y devolverlas en una forma digerible para el sujeto.
En este modelo, la agresión no es eliminada ni reprimida, sino que puede ser pensada y simbolizada en lugar de ser descargada de manera impulsiva o quedar atrapada en estados de fragmentación psíquica. Es precisamente este proceso de transformación el que permite que la agresión se integre al pensamiento y a la construcción del mundo interno. Como señala Bion (1962), el pensamiento surge a partir de la transformación de emociones primitivas, entre ellas la agresión. En este sentido, la función alfa permite dar significado a las experiencias emocionales y facilita la integración de los impulsos agresivos. Al operar sobre estos elementos emocionales, la función alfa posibilita el desarrollo de la capacidad de pensar y tolerar la frustración, evitando que la agresión quede en un estado crudo y desbordante.
Siguiendo la línea de Bion, Meltzer amplía la comprensión de la agresión al señalar que su transformación posibilita el pensamiento y puede convertirse en una fuente de creatividad. Para que esto ocurra, es indispensable que la agresión no permanezca en un estado puro de destructividad, sino que se integre con impulsos amorosos que permitan su elaboración en una producción simbólica. Meltzer (1986) destaca que la creatividad no es simplemente la expresión de la pulsión de vida, sino el resultado de una integración compleja entre fuerzas destructivas y reparadoras. En este sentido, la capacidad creadora surge cuando la agresión no se descarga de manera cruda ni se reprime, sino que se contiene, se piensa y se vincula con el deseo de construir. Así, para que la agresión adquiera una dimensión constructiva, no basta con su contención, como planteaba Bion, sino que requiere un equilibrio dinámico con los aspectos amorosos del psiquismo, lo que posibilita la creación simbólica en lugar de la destrucción.
Cada uno de estos autores ha abordado la naturaleza constitutiva de la agresión, ampliando su comprensión más allá de los efectos destructivos que comúnmente se le atribuyen.
Han abierto la puerta a la posibilidad de que la agresión actúe como un motor que facilita el desarrollo psíquico, siempre que sea elaborada. Este proceso ocurre de diversas maneras:
Freud, al conceptualizar la agresión como una manifestación de la pulsión de muerte, señala que su integración con la pulsión de vida y su canalización por medio de la cultura pueden convertirla en un motor fundamental del desarrollo humano. Por su parte, Klein, en su exploración de la agresión en los primeros años de vida, subraya que su transformación depende de la capacidad de la gratitud para apaciguar los impulsos destructivos y permitir la integración del yo.
Bion, a través de su teoría de la función alfa, propone que la agresión, lejos de ser suprimida, puede ser metabolizada y transformada en pensamiento, facilitando así la construcción del mundo interno. Finalmente, Meltzer sugiere que, cuando la agresión se integra con los impulsos amorosos, deja de ser destructiva y se convierte en una fuente de creatividad, dando lugar a una producción simbólica en lugar de una simple descarga impulsiva.
La agresión, al ser elaborada en diferentes niveles, actúa como un motor psíquico que favorece la diferenciación, la integración y la creación, contribuyendo al desarrollo de la psique humana en toda su complejidad. Asimismo, al dejar de ser destructiva, se convierte en un impulso fundamental que sostiene el deseo, la capacidad de simbolizar y contribuye a la construcción del mundo interno.
Referencias:
Freud, S. (1981a). Más allá del principio del placer. Obras completas (vol. 18). Amorrortu editores. (Obra original publicada en 1920).
Freud, S. (1981b). El malestar en la cultura. Obras completas (vol. 21). Amorrortu editores. (Obra original publicada en 1929-1930).
Klein, M. (1946). Notas sobre algunos mecanismos esquizoparanoides. Obras completas (Vol. III). Amorrortu Editores.
Klein, M. (1957). Envidia y gratitud. Obras completas (Vol. VII). Amorrortu Editores.
Bion, W. R. (1962). Aprendiendo de la experiencia. Hormé.