La piel en su significado psíquico

Por Mariana Hurtado Eguiluz

La piel es el órgano más extenso de nuestro cuerpo. Lleva a cabo múltiples funciones fisiológicas, como la termorregulación y la exudación; al mismo tiempo es un medio de estimulación sexual. La piel es nuestra frontera material externa: a través de ella establecemos contacto con el entorno material que nos rodea. La piel refleja nuestra salud y estado orgánico interno, pero también por medio de ella mostramos algunas reacciones emocionales, evidentes para nosotros mismos y las personas que nos observan: el rostro se ruboriza al sentir vergüenza, palidece ante una fuerte impresión, la piel transpira cuando sentimos miedo o ansiedad, los vellos se erizan de emoción. Tales capacidades giran en torno a un tema común a nivel psíquico que oscila entre la separación y la cercanía, pues por medio de la piel establecemos contacto con otros individuos.

La teoría de las zonas erógenas, creada por Freud, considera que toda región perteneciente al revestimiento cutáneo-mucoso puede establecerse como zona erógena. Las zonas erógenas, por su parte, constituyen en el origen del desarrollo psicosexual los puntos de elección que determinan la interacción con el ambiente. Estos puntos exigen a la madre del pequeño toda su atención, cuidados y, por consiguiente, excitaciones.

Diferentes autores de la corriente psicoanalítica proponen que el psiquismo se desarrolla a partir de la primera relación entre el bebé y su madre, a través del contacto piel a piel. Para Winnicott, por ejemplo, uno de los fenómenos más tempranos que ocurren como parte del desarrollo emocional es el alojamiento de la psique en el cuerpo. La mente consigue «habitar el cuerpo» gracias a las experiencias suscitadas por las diferentes sensaciones que recibe la piel. El bebé podrá integrar sus componentes psíquicos y somáticos mediante la actitud de sostenimiento (holding) que le provea la madre. Esta función consiste no sólo en el acto literal de sujetar al pequeño contra su regazo, sino de hacerse cargo de sus emociones, satisfacer las necesidades físicas y emocionales, mientras se preocupa por evitarle las disrupciones del medio ambiente.

Siguiendo la línea trazada por Freud y Winnicott, Margaret Mahler planteó que la mente se desarrolla a partir de la relación con la madre que ocurre de manera paralela al desenvolvimiento psicomotor del bebé. La vida psíquica del niño comienza en una fase de “autismo” normal, en donde no tiene percepción de la existencia del otro. Posteriormente se crea una simbiosis madre-hijo, pues el bebé concibe a su madre como una extensión de sí mismo: juntos forman una especie de órbita que nutre y satisface sus demandas. Gradualmente, el pequeño deberá conseguir diferenciarse y separarse de aquella simbiosis para que le sea posible “nacer” psicológicamente como un ser individual, reconociendo la existencia separada de su madre, aunque no se encuentre junto a él. Todo este proceso tiene lugar durante los tres primeros años de vida del niño e, idealmente, culmina con la creación de una identidad propia. Pero, además, Mahler advierte que la simbiosis tiende a dejar un residuo de nostalgia, que impulsa al individuo a buscar otros objetos de amor, con quienes pueda recrear la unión perdida.

Otras teorías más recientes consideran que el apego en los seres humanos es un rasgo instintivo y se manifiesta durante la lactancia. El mamífero conjuga la proximidad materna con protección y seguridad. John Bowlby propone el concepto de “apego” para referirse a la disposición que tiene un niño o una persona mayor al buscar proximidad y contacto con otros individuos, sobre todo bajo ciertas circunstancias percibidas como adversas.

Las nociones teóricas mencionadas señalan que el papel de la madre es crucial para la regulación de la conducta psicosomática del bebé. Las fallas surgidas en el contacto con la madre, es decir, las carencias o los excesos, podrán desencadenar ansiedades muy intensas. Si tales emociones no logran ser toleradas y procesadas por la mente, posiblemente encuentren salida a través del cuerpo, dando origen a enfermedades psicosomáticas que frecuentemente se manifiestan en la piel como dermatitis, eccema, psoriasis, etc. Las personas que experimentan este tipo de padecimientos suelen enfrentarse a diversas dificultades en los procesos de simbolización, despliegan fantasías precarias y muestran problemas para expresar por medio de palabras aquello que viven internamente. El cuerpo se transforma en una vía para manifestar de manera directa lo que la voz calla.

Otros autores consideran que las fantasías inconscientes (“libretos” o argumentos que rigen nuestra vida mental) son las que se hallan detrás de las condiciones psicosomáticas, como expresión de un conflicto interno que posee aspectos agresivos y auto eróticos. El objetivo es entonces ayudar al paciente para que sea capaz de expresar sus conflictos a través de la palabra y no del cuerpo, intentando comprender dichas fantasías y los significados inconscientes que subyacen.

La psicoterapia psicoanalítica ha demostrado tener éxito en el tratamiento de pacientes con manifestaciones psicosomáticas en la piel, gracias al trabajo con las interpretaciones, el vínculo terapéutico y la receptividad del paciente. Dependiendo de cómo se entienda la etiología del problema y de la estructura mental del paciente –que es única para cada persona–, la técnica terapéutica pondrá un mayor énfasis en la interpretación de un conflicto, o bien, se abocará a generar un clima afectivo que permita al paciente resarcir por medio del vínculo con el analista la relación con las figuras parentales, que resultó limitada afectivamente en el pasado.

 

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